Los procesos de institucionalización política no dejan de ser construcciones sociales producidas históricamente que, independientemente de los planes y el juego de voluntades a priori de los actores y grupos interesados/autorizados al respecto, devienen en lo imprevisible, al resultar modificados por su facticidad y plausibilidad. A no ser, precisamente, que se aceptara previamente una fórmula de resolver disputas que permitiera la adecuación teórica de los proyectos a un resultado presumible. Sea como fuere, asentar la relación de mando exclusivamente en la violencia física resultaría algo ruinoso, por lo que debe ser interiorizada por los que obedecen hasta llegar a formar parte de su natural realidad cotidiana. No es de extrañar que las primeras legitimaciones a posteriori de la distinción jerárquica fueran del tipo mitológico-religioso, y que la continuidad institucional se atribuyera a la simple descendencia familiar del jefe. Tampoco que la transmisión generacional siempre se refiera al pasado, perdiendo de vista las causas primigenias del orden social, incluso dejando de operar su presunta razón o utilidad. Siglos de sedimentación diacrónica han convertido aquellas justificaciones en complicados e interesados artefactos conceptuales que pretenden integrarse consecuentemente en el marco general del universo simbólico, aun llegando a deformarlo. Únicamente el método científico, una rigurosa racionalidad teórica y la ética de la verdad pueden librarnos de asumir su desmesurado afán dominador. Pero la estructura institucional sigue siendo una cuestión de poder. Cualquier cambio o alteración de la misma que no se asiente en la libertad política y se resuelva, parte por parte, conforme a la norma de la mayoría, carece de valor democrático. Si el resultado no responde cabalmente al principio electivo del gobierno, el representativo de la asamblea legislativa, y separa los poderes del Estado en origen, impidiendo que uno designe otro; nunca puede haber democracia. No es necesario un gran esfuerzo mental para comprobar que la actual Monarquía española encaja perfectamente en este patrón negativo. Prueba de ello es eludir públicamente cualquier definición normativa de la democracia para evitar la confrontación teórica, asentando su legitimación, sin la menor decencia intelectual, en hueras fórmulas abstractas y en la falsa parafernalia que se deducen del premeditado timo verbal de referirse, tan machacona como cotidianamente, al actual Régimen de partidos como “La Democracia”. Tela de araña (foto: Doc Albores)