A pesar de lo que pueda parecer, convertirse en un híbrido entre el homo sacer (Agamben), el hombre que arrojado a la vida biológica es obligado a renunciar a la política, y el homo faber, el hombre que hace cosas sin parar, representa un problema menor: lo consiguen a diario y sin el menor esfuerzo la inmensa mayoría de los ciudadanos del mundo. La otra cara de la servidumbre, la política espectáculo, es encarnada por los voceros de la demagogia.   La Moral nace de la frustración que la vida en común exige del egoísmo natural del individuo y nos enfrenta constantemente a una imagen idealizada de perfección personal cuya distancia con respecto al yo real se acrecienta en las sociedades libres y liberales. Sí, el totalitarismo es más apacible psicológicamente que la libertad política pues integra en una sola entidad, simbolizada en la figura del dictador, el yo ideal (Freud) y el material. El dictador es una figura psicopómpica, como el Caronte de los griegos; traslada al individuo desde la dialéctica moral, fuente constante de inquietud, a la identidad amoral, paraíso del sosiego. Y lo hace con honestidad. La dictadura exige públicamente a sus súbditos renunciar a la inteligencia política, a la crítica, bajo pena de muerte.   El demagogo también dirige la transición entre la vida (libertad) y la muerte (servidumbre), pero lo hace hiperestesiando la capacidad crítica del populacho para que la identificación se produzca no con la persona, que aparenta mantenerse noblemente ligada al pueblo, sino con la opinión pública revelada. Insultos, paranoia, profecías, catastrofismo, e invención de categorías fantasma (antiglobalización, neoliberalismo, “clases medias”, constitucionalismo, centrismo, nacionalismo…) destinadas a aglutinar rápida y artificialmente a la mayor cantidad posible de población, sirven de herramientas al oportunismo –eufemísticamente bautizado como “pragmatismo político”- sustitutivo de la moral. Destino: el éxito. El dictador media por la fuerza entre la sociedad y el orden, el demagogo mediatiza el descontento para medrar políticamente.   Cuando el ideal moral y la acción política son armónicos, no puede haber frustración, sea cual sea el resultado de la lucha. Pero el demagogo cree que la frustración se origina en la incapacidad de movilizar a las masas, en el fracaso en la consecución de objetivos concretos o en la derrota definitiva. Por eso termina rendido a conceptos que justifican su necesidad de triunfo o reconocimiento social (pueblo, opinión, estadísticas) a pesar de que sean contradictorios con sus ideales; entonces la frustración sí es inevitable. El demagogo es un frustrado político en términos y consecuentemente, un desleal anunciado. Sabe que la demagogia siempre conduce al Poder por la puerta de atrás de la Sociedad Civil.  

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