Tres de las cuatro asociaciones mayoritarias de jueces han remitido un escrito conjunto a la Comisión Europea solicitando su intervención ante el «riesgo claro de violación grave del Estado de derecho en España».
Los parasindicatos judiciales se rasgan ahora las vestiduras porque por el verdadero legislador, el Gobierno, «en lugar de acometer una reforma que de una vez por todas establezca un sistema de nombramiento de los vocales del Consejo General del Poder Judicial que se adecue a los estándares existentes en la mayor parte de los países de la UE —es decir, por elección de los propios jueces entre sus iguales— se camina en la dirección opuesta».
El escrito, que continúa hablando del «desapoderamiento [sic.] del CGPJ y colonización por los partidos políticos», se queja de la falta de consenso de sus amos para regir sus designios ante el peligro de que «los partidos del Gobierno por si solos puedan decidir la íntegra composición del Consejo General del Poder Judicial».
Estamos ante una muestra más de inútil indignación, esta vez con toga y puñetas. Quien se indigna es porque no sabe o no quiere saber la causa de su indignación. Si la conocieran, reclamarían su independencia al margen de los partidos estatales, ante los que se doblegan reclamando su consenso para el reparto. De nuevo el miedo a la libertad, traducida en la consustancial independencia en el ejercicio de la función jurisdiccional.
Tampoco la elección del órgano rector de toda la vida judicial sólo por jueces soluciona la falta de independencia de estos, ni el origen de tal sometimiento está en unas reformas que sólo son desarrollo de su causa última: la existencia sólo nominal del poder judicial (en realidad potestad judicial) en un texto constitucional que únicamente recoge la independencia personal de jueces y magistrados, pero niega la institucional.
Sin embargo, los jueces y magistrados deben ser pieza clave en el cambio del actual sistema de dependencia. Como juristas no pueden desconocer el origen de esta tendencia centrípeta del poder inseparado sobre la jurisdicción. Y, si conocen el enorme daño que está causando en la confianza en la Justicia, no pueden permanecer impasibles aceptando la imposición gubernamental de sus jefes supremos, la ministerial de su presupuesto, ni el filtro político que sobre sus decisiones establece la clase política a través el Tribunal Constitucional. Tampoco pueden asumir pacíficamente, y lo hacen, que la digna representación de la legalidad sea una estructura jerárquica regida por los principios de subordinación y dependencia jerárquica en cuya cúspide se sitúe a alguien elegido por el jefe del ejecutivo.
Es inútil, como en la fábula, croar en la charca por el envío de un leño como rey en lugar de por la cigüeña que les devora. Así actúan cuando piden a sus amos como solución a lo que detectan como problema, que sean los jueces y sólo los jueces, en lugar de todo el cuerpo electoral formado por la profesión jurídica en su amplitud, quienes elijan a sus máximos responsables y elaboren su presupuesto. La endogamia de las puñetas no es la solución. Tampoco la demagogia de la elección por el mismo cuerpo electoral que elija los poderes políticos, dado el carácter codificado de nuestro derecho. En ambos casos el papel de la parasindicación que constituyen las asociaciones judiciales serviría para transponer a su campo de actuación la lucha de los partidos que mantienen ahora en el propio CGPJ.
La guerra sucia por el control político de lo judicial ha provocado el nerviosismo de las asociaciones judiciales y sus padrinos en el Estado de poderes inseparados. Esta situación, fruto del bloqueo de la voluntad consensual, ha servido para que las asociaciones profesionales de jueces, siempre colaboradoras y hasta ahora silentes ante el pasteleo de vocalías y puestos de responsabilidad en la cúpula judicial, pongan sobre la mesa una situación de control político de la que nunca antes se habían quejado por encontrarse satisfechas con el reparto.