En sus expediciones de conquista de bienes ajenos, los príncipes exigían a los vencidos en el campo de batalla tributos a cambio de ciertos servicios, pero también aquéllos recibían de forma voluntaria contribuciones de sus vasallos y siervos a cambio de alguna protección o de la dispensa de privilegios. En los Parlamentos, originalmente, se hablaba de lo que podrían recabar los reyes para sus empresas.   El aparato estatal proporcionó a los modernos señores la posibilidad de recaudar fabulosas cantidades de dinero, merced a los impuestos que recaen sobre los gobernados, al margen de sus mayores o menores deseos de contribuir al sostenimiento de las finanzas públicas. El misticismo, o para ser precisos, la mistificación de una soberanía popular bendecida por la revolución francesa, lejos de insinuar la abolición de las cargas fiscales, postuló la necesidad de que fuesen discutidas y finalmente aprobadas por los representantes de los ciudadanos, a los que ya no les cabía protestar, sino consentir, puesto que la decisión de gravar sus propiedades y rentas estaba tomada en su nombre.   Los funcionarios de los partidos estatales que ocupan los escaños del Congreso, ajenos por completo a las demandas ciudadanas, obedecerán a sus respectivos jefes a la hora de crear o aumentar los impuestos, si ello resulta necesario o beneficioso para sus intereses, que radican fundamentalmente en financiar la clase de poder del que viven o en el que medran. Además, en los años dorados de la riqueza artificial, de los especuladores fraudulentos, del crédito ilimitado, sólo cabía prestar atención a los gastos, no a los ingresos: el déficit podía engordar sin peligro de explotar.   La etimología de contemplación es “observación del cielo”. Con-templar implica formar un “templo” en el cielo, y observar, con recogimiento, dicha figura. “Templo”, entonces, ha de entenderse como un recorte, una delimitación. El contemplador tenía un nombre en la magistratura sacerdotal romana: el Augur, que de tanto mirar al cielo acababa por encontrar los signos portadores de augurios favorables. Zapatero, en el templo de la soberanía popular, y a despecho de sus vaticinios rebosantes de optimismo, no siendo precisamente un filósofo, ha tenido que contemplar la verdad para que no se le caiga encima el cielo de la economía real, procediendo a recortar gastos para implorar ayuda internacional. Y para acentuar el esperpento político, vemos a Duran i Lleida jactarse de su papel fundamental en el curso favorable del destino nacional. Mientras tanto, Rajoy -que no quiso complacer, por ahora, a Botín, que le pidió que no se opusiera a los ajustes gubernamentales-, prepara su entrada triunfal en la Moncloa, donde merced a su seriedad administrativa y gracias a la competencia de los esclarecidos tecnócratas que lo acompañarán, confía en ir solventado las dificultades económicas y reflotar el Estado de Partidos.

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