Los Estados Unidos de América (EUA) cuentan con una democracia corrompida como sistema de gobierno; España cuenta con una corrupta oligarquía gobernante que llama a sus tejemanejes democracia. Allá, el fundamentalmente honesto diseño institucional apenas logra salvaguardar la dignidad de la cosa pública; acá, la indignidad ha sido institucionalizada en nombre de la paz social. La sociedad estadounidense carga con el imperativo imperialista; la española con el imperativo apoliticista. El imperio que estos diferentes imperativos ejercen, es de índole distinta.   (foto: PSOE) El imperativo imperial es la panacea demagógica ofrecida a la sociedad estadounidense. Desde principios del siglo XX, salvo excepciones, los políticos de los EUA han convertido el acaudillamiento del mundo, que sólo puede ser el efecto histórico de una cierta cultura, en promesa electoral y medida de gobierno. Incluso el esperanzador Obama ha cometido ese error categórico que de manera inevitable, y por mucho que desee borrar el siniestro especto de G.W. Bush, encaminará una y otra vez su política exterior por derroteros tortuosos. Doña Hillary Clinton es el primer paso. Si finalmente es así, la ciudadanía, absorta ante la convulsión moral -y sus previsibles consecuencias- que supone la presidencia de un negro, difícilmente podrá despertar a tiempo de la pesadilla de haber consentido la conversión del patriotismo en militarismo xenófobo y rapiñero para evitar terribles sufrimientos para algunos países. Pero incluso ante esa dura perspectiva, la población americana es afortunada comparada a la ibérica pues el imperio que sobre el resto de países ejercen los EUA, siendo brutal, no puede impedir respuesta. El imperio sobre la sociedad española de la oligarquía que se sitúa fuera de ella para legitimarse y fuera del Estado para irresponsabilizarse -el edén del tirano-, tampoco, obviamente, puede impedirla, pero sí acallarla hasta hacerla inaudible.   El imperativo apoliticista, que se ha concretado en el consenso político, en la esperpéntica polarización mediática y social, la burocratización nacionalista, la corrupción institucionalizada y la servidumbre voluntaria, va más allá de transmutar los sentimientos o los deseos en toscos valores sociales susceptibles de ser aprovechados por los mandamases; niega la posibilidad de que lo no sancionado por el poder pueda tener legitimación social. La sociedad se niega a sí misma en nombre del orden público. Finalmente, la prohibición de la Política ha traído, no podía ser de otra forma, el imperio de la mentira, de lo facticio. Nuestro presidente, rodeado todavía por quienes compartieron y ampararon la depravación del felipismo, promete, en plena campaña, ser intransigente con las corruptelas del Partido Popular.

DEJA UNA RESPUESTA

Por favor ingrese su comentario!
Por favor ingrese su nombre aquí