La jovialidad, el estado de ánimo propio de Jove-Júpiter, no suele acompañar a los hombres, que son infelices y mueren. Ante la pesadumbre de la vida puede hallarse en el humor una alegría que aligere el peso de las cosas. Si nos convertimos en espectadores indiferentes del teatro del mundo, muchos dramas pasarán a ser comedias: lo cómico surtirá todo su efecto eliminando cualquier atisbo de compasión. José Luis López Vázquez Octavio Paz no creía que el humor fuese algo innato en el hombre sino uno de los grandes inventos de la época moderna, cuya irradiación debe atribuirse al autor del Quijote y al nacimiento de la novela. Sin embargo, esta conquista de la cultura estaría amenazada por los que no saben reír o por aquellos que ostentan gran seriedad con el fin de encubrir su estupidez, como denuncia en su “Tristam Shandy”, Sterne: un digno heredero del legado cervantino. Pero un abismo separa la sutil ironía de la sonrisa del brutal sarcasmo de la risotada; media un mundo estético entre el elegante desvelamiento de lo absurdo desde una perspectiva insólita y la zafia ridiculización de lo imperante con una postura acomodaticia. El maestro de la paradoja continua, el inclasificable Chesterton -un revolucionario tradicionalista-, levantó un mundo inédito para destruir las convenciones y apariencias que detestaba, entre ellas el de una rebeldía, en el fondo, domesticada, y el de una solidaridad, trufada de hipocresía: “Si no podemos amar a nuestro barbero (al que hemos visto), ¿cómo vamos a amar a los japoneses, a los que nunca hemos visto?”. A un ortodoxo heterodoxo como él (en sus obras los ateos creen en milagros y los místicos abrazan el paganismo) le hubiera encantado leer que “las ideas que Cristo nos legó son tan buenas que hubo necesidad de crear toda la organización de la Iglesia para combatirlas”, luminosa paradoja de Augusto Monterroso, uno de los grandes escritores de cuentos en lengua española, junto a Borges, quien apreciaba en la prosa del escritor inglés trazos kafkianos. Chesterton, de nuevo con originalidad significativa, definió la labor del periodismo como aquella consistente en decir “Lord Jones ha muerto” a gente que no sabía que Lord Jones estaba vivo. Una fórmula que no podemos aplicar al fallecimiento del popular actor José Luis López Vázquez, que ha participado en buena parte de la filmografía de Luis García Berlanga, cuya mirada distorsionada de la realidad entronca con una tradición que va de Quevedo a Valle-Inclán. En “Plácido”, López Vázquez-Quintanilla refleja la pintoresca mediocridad y la sordidez moral de la base social franquista. En “La escopeta nacional”, “Patrimonio nacional” y “Nacional III” representa a un aristócrata rijoso (como esos catetos que interpretaba en las películas de Mariano Ozores, director cuyo testigo ha sido recogido por Santiago Segura, con su chabacanería carpetovetónica) que pierde el tren del neofranquismo y ya no encuentra sitio en la corte de la Monarquía de partidos. Y más tarde, en el apogeo del felipismo, “Todos a la cárcel”. En el universo despiadado del entomólogo Berlanga, al diminuto López Vázquez, particularmente expuesto por su triste seriedad, podemos aplastarlo burlándonos de él. Los seres risibles son vulnerables y los que se ríen de ellos afirman, con obscenas carcajadas, su superioridad. Ese afán de ridiculizar, cuando se proyecta sobre un poder ilegítimo, revela una condición servil: caricaturizan a los políticos pero siguen votándolos; y sacudidos por una risa nerviosa ante los sainetes de degeneración pública, no pasa por sus cabezas frívolas la idea de remover la causa institucional del permanente carnaval de la corrupción que se celebra en España.