Las instituciones políticas son el resultado de un diseño premeditado. Responden a la causa final que en su momento vislumbró la mente de los poderosos, según su mayor o menor inteligencia al adoptar la forma adecuada para lograr los objetivos deseados. El elemento material, siempre la misma naturaleza humana socializada, es el factor más débil, susceptible de ser tratado como una constante. Igual que no existe una maquinaria perfecta, debido a las limitaciones en el trasvase entre tipos de energía enunciados en las leyes de la termodinámica; no puede haber una institución perfecta, pues en las relaciones humanas es imposible mantener en los individuos un flujo regular voluntad-acción adecuadamente retroalimentado, aun previendo toda contingencia disfuncional. Es necesario planteárselo desde un punto de vista negativo: si puede ser inalcanzable “lograr” lo ansiado, aseguremos al menos, siempre sin imposibilitar lo primero, “evitar” lo indeseable. Es fácil intuir un principio de jerarquía en los fines, que podría enunciarse como que la consecución de muchos logros secundarios nunca puede validar el no llegar al objetivo esencial, convertido así en primario. De él se llega al de no contradicción, o que solamente se considerarán aquellos fines que sean compatibles con el considerado primario. Aquí estamos en condiciones de declarar una ley insoslayable: toda institución política y, por extensión, todo orden político institucional siempre cumplen con su fin primario, sea éste proclamado públicamente o no. José Martí (foto: wallyg) El plan institucional es la previsión de una organización formal que responda a la finalidad. El periodo constituyente es así fundamentalmente axiológico, pues debe asentarse sobre la escala de valores compartida en la definición del objetivo primario, antes que tecnológico. Una vez constituida, la exigencia institucional reclama el deber tornando a lo deontológico, de tal guisa que, entonces, su cumplimiento queda atado y sincronizado a la serie causal prevista para arribar a los fines: el deber tiene así un sentido. Y la división del poder asegura su exigencia. La democracia es el único diseño político-institucional cuyo objetivo primario es público y sincero porque responde a una aspiración ética universal formalmente posible. La sinergia de sus atributos permite la posibilidad de expandir la libertad desde lo individual (la reseñada aspiración ética) a lo colectivo (exigencia moral del deber) y desde lo colectivo a lo individual, acompasando ambos. Libertad en el sentido maravillosamente descrito en una frase por José Martí, como “el derecho que toda persona tiene a ser honrada, y a pensar y hablar sin hipocresía”. La República Constitucional es la forma política que puede asegurar tal cosa en España. *