En una de las ceremonias más insulsas de la historia de lo que siempre se ha considerado como un espectáculo, los Oscars, el premio a la mejor película recayó en “El discurso del rey”, rodada con una anquilosada corrección británica. Al margen de este reconocimiento de la industria del cine, a muchos espectadores les habrá gustado más “Valor de ley”, “El cisne negro” o “La red social”. A Kant le disgustaba la expresión de gustibus non disputandum est, por la arbitrariedad y el inatacable subjetivismo que se desprendía de ella. Dada la importancia pública de la belleza, Kant insistió, en contra de “la sabiduría popular”, en someter a discusión los juicios de gusto porque “esperamos que otros compartan el mismo placer”. En la medida en que el gusto recurre, como cualquier otro juicio, al sentido común, se contrapone a los “sentimientos privados”. En el momento de su producción, confluyen en el cine las corrientes políticas, sociales y estéticas de la época. Esta única forma de arte surgida de la tecnología industrial del siglo XX necesita depurar los juicios críticos que se emitieron por circunstancias más vinculadas al espíritu del momento que al propio valor de la obra. En el marco de la teoría de la crítica cinematográfica, las mejores películas siguen siendo “Ciudadano Kane”, de una importancia fundacional para el cine moderno, “La regla del juego”, “Vértigo” y “El Padrino” (I y II). Se atribuye a “Ciudadano Kane” la invención de un lenguaje, pero el propio Orson Welles reconocía en la obra de David W. Griffith la creación de las bases, todavía vigentes, del lenguaje cinematográfico. El autor de “Intolerancia” supo utilizar los recursos de este arte incipiente desde un punto de vista narrativo, rompiendo con los rígidos esquemas del teatro filmado, imperantes hasta entonces, fragmentando las escenas en diversos planos de detalle (rostro, ojos, manos, y distintos objetos) conforme al interés dramático de la acción, y encadenándolos después a través del montaje.