Nueva York (foto: Alberto Martínez) Gran ciudad La convivencia conmueve tanto la psique, la eleva hasta tal punto sin pretenderlo, que la ciudad se convierte en una noche y la ciudad de noche, en la noche de una noche. Puede parecer que, recogido en las celdillas de los edificios, el pensamiento conduce al escepticismo o a la idolatría, pero en realidad proviene de una de esas dos fuentes, que siempre comienzan a manar después de la caída del sol. El ritmo que impone el fotoperiodo en la intemperie, lo marcan pequeños rumores mecánicos y voces quedas en la vida techada. Es en esos sonidos nocturnos y extraños, donde se forja la libertad. Después de la confrontación, de la compañía, los trabajos y el movimiento, después de permanecer bajo el sol de la animalidad que nos ancla al mundo, llega el refugio de la soledad y la reflexión, de los recuerdos espontáneos y los inducidos. Sus caras. Dentro de la ciudad, dentro de casa, y dentro de uno mismo, parece que la naturaleza sea una realización de esa libertad y no al contrario, como es. Entonces es fácil huir hasta lo absoluto, que siempre constituye una pequeña cárcel de vecinos prestos a desconocerse pero cuyo murmurar calienta el alma. Parece que los seres agolpados en las calles no formaran un cúmulo tan puro como las charcas que deja el mar al retirarse. Cuando vuelve a subir la marea, la oscuridad de la luz artificial despierta misantropía bruta en los miedosos; soledad celestial en quienes alimentan, muy de mañana, los ideales que alojaron en la pecera. Después salen corriendo hacia todos los rincones del mundo. La urbe navega el través de la Historia y los bandazos nos arrojan, primero, hacia el babor de la ciudadanía, después hacia el estribor del odio. Y mientras, bajo el asfalto no está la tierra más que en ella la ciudad dormida.