Es un hecho que la Administración es un ente complejo, titánico y sobrecargado. Instituciones duplicadas y triplicadas; entes locales, autonómicos, centrales… y, dentro de cada uno de ellos, numerosas ramificaciones por las que se escapan medios materiales, personales y económicos.
El funcionario medio es un ser cargado de estigmas sociales. Se les tacha de vagos, desagradables en su trato al público, muchas veces incompetentes. Sin embargo, la mayoría de las personas que deciden opositar para optar a un puesto relacionado con el sector público, lo hacen por vocación. Sí, lo han leído bien. El funcionariado tiene un importante componente vocacional. Es cierto que el hecho de tener un puesto de trabajo fijo pesa también, pero en la balanza hay que añadir el esfuerzo, tiempo y dinero que supone embarcarse en la odisea del opositor. A veces, dicha vocación empuja irremisiblemente a ello; es el caso de profesores o forenses, por ejemplo. Ciertamente, hay quienes prácticamente no pueden ejercer en el sector privado —aunque, en ciertos casos, como en el de los profesores, pueden, si bien con grandes limitaciones—. Frecuentemente, la vocación de servir a la sociedad es tratada con sorna. Pero yo les aseguro que ahí está.
Y la mayor lucha, la más infructuosa y extenuante, hay que entablarla contra la propia Administración, mientras intentas formar parte de ella. Primero, hay que batallar contra el propio proceso selectivo. Es un privilegio poder contar con el tiempo y el dinero necesarios, la fuerza de voluntad y la permanente sensación de estancamiento vital. Todo para llegar a los exámenes, cuando tienen a bien convocarlos, y darte cuenta de que todo es una pantomima.
Desde Europa le ha venido la orden a España de regular la interinidad. No le ha quedado más remedio a la Administración que entreabrir sus chirriantes puertas de goznes oxidados para, a regañadientes, dejar entrar con cuentagotas a unos cuantos de los miles de aspirantes que se agolpan en el zaguán.
Porque, inexplicablemente, les cuesta. Les cuesta darle una oportunidad al talento, a las ganas. A la sangre nueva, a la renovación. Les cuesta cubrir puestos muchas veces vacíos, y aun así no los cubrirán todos.
Ofrecen migajas, y ávidas hordas que se abalanzan sobre ellas aguantan incertidumbre, dilaciones incongruentes, informaciones contradictorias. Y llega el día del examen y aguantan también pruebas arbitrarias, irregularidades flagrantes y correcciones nepotistas. Y es sólo el principio. Quien opine que aquí no hay vocación, que tire la primera instancia.
Luego a esperar, sumidos en un limbo, o más bien un purgatorio, en el que, sin saber si están dentro o fuera, han de seguir cultivando la paciencia mientras se buscan la vida. Porque, créanlo o no, la mayoría de opositores tiene la mala costumbre de alimentarse varias veces al día, entre otros caprichos. Y, mientras tanto, la carga física, emocional y social que el opositor medio carga sobre sus hombros va pasando factura, y se sienten muchas veces como los soldados de mirada perdida que no se adaptan a la vida civil a la que sin previo aviso los han catapultado tras los rigores del frente.
Si ha habido suerte (y hago hincapié en el término, pues muchas veces es la dama fortuna la que decide) varios meses, o eones, después de haberse examinado, toman posesión, por fin. La ilusión y las ganas desgastadas se reavivan para volver a caer cuando entran en un mundo hastiado y sofocado, carente de medios y de ilusiones, pues vuelve la Administración a hacer de las suyas. Juzgados sobrecargados, consultas colapsadas, aulas sofocantes y saturadas. Y parece que el talento y el ímpetu se castigan, y toca agachar la cabeza y tragar, y aguantar.
Toca frenar competencia y esconder expectativas. Retrotraerse muchas veces a unos medios y unas dinámicas decimonónicas, y aguantar con impotencia un ritmo que no es el nuestro, ni el lógico, ni el sano. Toca desconectar el cerebro y dejar que se tomen obligadas vacaciones las pequeñas células grises, para poder desempeñar las funciones requeridas sin una queja, sin un lamento. Para que la rueda pueda seguir girando, puesto que, una vez en ella, se dan cuenta de que no frenará por ellos, ni con ellos. O te adaptas, o te apartas.
Bueno, pero ¿qué pasa con todos esos conocimientos teóricos que han sido adquiridos? ¿Tantas leyes, tantos reglamentos, tantas excepciones a la norma? La categórica realidad es que no sirven para prácticamente nada. Que hay que reinventarse, aprender de nuevo, muchas veces por tu cuenta. Y, tristemente, a veces desaprender. Así de duro y descarnado es el periplo al que se enfrentan periódicamente miles de válidas, únicas e inigualables individualidades para adentrarse en un colectivo submundo del que hablaremos con más detalle en próximos episodios. Y ahora disculpen, que voy a subrayar unos apuntes.
Muchas gracias por el artículo, porque describe la realidad de forma clara y contundente. DIOS les bendiga.