Aurelio Arteta se pregunta si es lícito invocar la Constitución como instancia dirimente y definitiva en las controversias políticas que con frecuencia ocupan a la prensa y a la opinión pública (EL PAIS, 29 de septiembre), oponiendo al fundamento puramente positivo de la Constitución algo que no puede más que arrimarse a la noción de "derecho natural", si bien el autor se refiere a este polo de la contraposición -o, para ser exactos, complementariedad- con el nombre de "razones morales". Como Arteta no deja de subrayar, la ley puede ser el fundamento último de una decisión jurídica, pero a menos que descanse sobre si misma de forma autorreferente , dicha ley, en lo que a su contenido se refiere, no puede dejar de apelar a alguna instancia externa en funciones de legitimación, en suma, a una especie de "derecho natural". A menos, claro está, que la ley renuncie a toda legitimidad que no se reduzca al aborigen prehistórico de la propia noción de “legitimidad”, es decir, el derecho de las armas, el derecho del vencedor sobre el vencido, o sea, la ley del más fuerte. Aurelio Arteta, sin embargo, deja intacta la naturaleza verdaderamente problemática y espinosa de la cuestión: si la aplicación de un Estatuto de Autonomía, y hasta la propia letra del mismo, arrojan consecuencias que estimamos rechazables, pero, al mismo tiempo, perfectamente acordes con la Constitución Española, no queda más remedio, por pura honestidad intelectual, que poner en cuestión la propia Constitución. Sin llegar a entrar en el contenido, sino solo en cuestiones puramente formales, recordemos el proceso de promulgación de la llamada "ley de leyes": convocatoria de elecciones legislativas en 1977, autoatribución de poderes constituyentes por parte de una asamblea que no los tenía, acuerdo por consenso entre las fuerzas políticas sobre cuestiones como forma de estado, forma de gobierno, sistema electoral y sistema de organización territorial, y sometimiento del texto consensuado a referendum. Examinemos ahora este proceso, no desde una inespecífica y difusa "razón moral" sino desde el axioma de la democracia como único criterio de legitimidad aceptable. Y preguntémonos si, a la luz de tal criterio, la Constitución de 1978 es legítima. Es inevitable subrayar, por tanto, que quienes apelan a la Constitución como razón última para zanjar disputas intelectuales –sancionando, por tanto, como derecho natural lo que no es más que un derecho positivo- deben saber que están apelando, dentro de un discurso que frecuentemente presume de ser “democrático”, a una “ley de leyes” cuya legitimación de origen es antidemocrática. Constitución española