Informar significa textualmente “dar forma” a algo. Esto es imposible de conseguir sin señalar simultáneamente una referencia real sobre la que enmarcar los sucesos que se narran, de la misma manera que es absurdo hablar de un lugar sin señalar una dirección o coordenadas. A no ser, claro está, que sean los protagonistas de tales hechos quienes puedan definir y malear la realidad a su gusto. Esto es, precisamente, lo que ha sucedido con la política. Entre los planes de estudios que acotan la labor profesional y la necesaria licencia con concesión administrativa, los estados han conseguido que la labor informativa se reprima a sí misma al supeditar lo axiológico a lo deontológico. Llegando hasta el punto de hacer imposible, si llega el caso como en España, desvelar la realidad del orden institucional imperante. Entenderemos realidad como la cualidad propia de los fenómenos que se demuestran independientes de nuestra propia volición. Ello restringiría el concepto a la experiencia directa. Sin embargo, intuimos claramente que la condición de real es algo mucho más amplio. Algo a lo que sólo tenemos acceso a través del trabajo de otros. La realidad común termina siendo, para aquello que trasciende lo palpable, una construcción social que de forma general han de asumir los individuos. Y su elaboración queda en manos de los medios de comunicación social, en quienes depositan su confianza. La rigurosa definición académica de noticia ha fulminado del periodismo cualquier atisbo de criterio acerca de lo político. Para ella se han reservado exclusivamente los atributos de “veracidad” y “objetividad”, resultando, por ende, apartados del resto de los géneros periodísticos. La información nunca puede ir más allá de la mera narración encorsetada de unos hechos cuyo contexto se da por sobreentendido y que, en todo caso, está vedado cuestionar. Las consecuencias están a la vista. Así, en lo que se refiere a la política, la noticia se limita a la simple mención de la actividad en las instituciones existentes y de las declaraciones públicas de los dirigentes. Dicho de otra forma, respecto a las cuestiones del poder, aquello que deben relatar los profesionales, y que la audiencia debe entender como auténticamente verdadero y objetivo, es lo que hacen o dicen los mismos políticos. Lo que no es más, entonces, que una labor estrictamente publicitaria y auto referente que encadena a ambos. Los magistrados curules de la antigua Roma eran reconocidos por la gente común porque iban precedidos por una comitiva de funcionarios, llamados lictores, que portaban sobre su hombro izquierdo unas varas de abedul atadas con cintas de cuero entrecruzadas, las cuales simbolizaban el imperium. Hoy en día, son los periodistas quienes deben acarrear las fasces que anuncian a los poderosos.