Resulta quimérica la garantía de una información en la que no sea objeto de discusión la verdad factual, con el dominio de un periodismo orgánico que tiende a transformar los hechos en opiniones o a desdibujar la línea divisoria entre ambos. Si se arrebata al enjambre de colaboradores mediáticos, la libertad para comunicar pensamientos que se aparten de la línea oficial del medio en el que publican, también se les priva de su libertad para pensar. El compromiso con la verdad de los hechos y la libertad de pensamiento impedirían que la libertad de opinión fuese la gigantesca farsa que se representa ante los españoles día tras día, y que ya ha rebasado el ámbito de las noticias para ir a posarse sobre la historia. Que del maremagno de datos, conforme a unos principios de elección, haya que rescatar los más significativos para ordenarlos en un relato que se pueda transmitir dentro de cierta perspectiva o interpretación, no invalida la existencia de la cuestión objetiva ni constituye una excusa para que el historiador manipule los hechos tal como le plazca. Hobbes sostenía que una verdad, “no oponiéndose a ningún beneficio humano es bienvenida por todos”; entonces, en el Leviatán contemporáneo, las verdades que se opongan al provecho de un grupo determinado se recibirán con una hostilidad mayor que nunca, e incluso los mismos hechos históricos incómodos para los intereses del poder establecido, serán deformados o transformados en opiniones bienquistas. Franco y Juan Carlos (foto: Jaime de Urgell) Cuando preguntaron a Clemenceau cuál era su opinión sobre lo que pensarían los futuros historiadores en relación al problema de quién había sido el culpable del estallido de la Primera Guerra Mundial, aquél respondió: “Eso no lo sé, pero sí sé con certeza que no dirán que Bélgica invadió Alemania”. Esa confianza en la imposibilidad de falsear groseramente la historia se hubiera tambaleado si el que fuera primer ministro francés hubiese conocido al revisionista Pío Moa, de cuyas obras se puede deducir que la II República se alzó contra Franco, un salvapatrias mucho más clemente de lo que imaginábamos. Y como epítome de la prostitución de la verdad histórica reciente, ahí están los documentales de Victoria Prego, que el juez Garzón debe de haber asimilado, cuando en sus desenterramientos, se olvida de los colaboracionistas del franquismo.