Los europeos no tienen conciencia de tener una nacionalidad común, pero saben que, a través de sus estados, forman parte de una vaga comunidad de orden cultural y de tipo internacional. La debilidad de este saber intuitivo deriva de la inconcreción espiritual del objeto que lo inspira, o sea, de la incapacidad del objeto europeo para generar sentimientos afectivos. Por eso es imposible hablar de Nación europea con arreglo al patrón de las naciones europeas. Lo cual no quiere decir que la historia, el conjunto de factores que la determinan, no pueda producir otro tipo de formaciones equivalentes como, por ejemplo, el que dio conciencia de unidad cultural (y en los momentos de peligro también política) a los distintos estados-ciudad en la antigua Grecia.
La guerra franco-prusiana y el aplastamiento de la Comuna de París (1871) quebraron el movimiento unitario de Europa, impulsado por el romanticismo literario y el nacionalismo liberador. Ante el desastre de los ideales europeos del 48, influyentes voces trataron de renovarlos en dirección federal (Renan y Victor Hugo, el indesmayable afrancesador del espíritu europeo) o confederal. Por su directa relación con lo aquí tratado, interesa conocer que la propuesta de confederación europea se basó en la idea de «nación internacional» (un aparente contrasentido), debida al redactor del código civil de Zúrich y célebre profesor de derecho internacional en Heidelberg, Johann Caspar Bluntschli. El creador del concepto moderno de «partido liberal».
«La nacionalidad suiza posee al más alto grado un carácter internacional. Las partes de que se compone están ligadas de modo indisoluble a otras grandes naciones (Alemania, Francia, Italia, Austria), con las que forman una comunidad de cultura que determina su vida espiritual. Por esta razón, la nacionalidad política suiza conserva un carácter internacional en el ámbito de las relaciones culturales. La verdadera nacionalidad se confunde con la comunidad cultural. Por eso, Suiza ha emitido y realizado ideas y principios que son, para el conjunto de los estados europeos, una fuente de prosperidad y desarrollo destinada a asegurar la paz en Europa».
¿Dónde está el error de esta contradictoria idea? En la falsedad de su concepto básico y en la ignorancia de su hecho determinante. O sea, en la confusión romántica de nacionalidad política y comunidad cultural, y en el olvido de que la paz suiza no proviene de su internacionalidad cultural, sino de la neutralidad e inviolabilidad garantizadas por las grandes potencias «en interés de toda Europa» (Actas de reconocimiento de 1814 y 1815).
La internacionalidad no puede ser elemento constitutivo de la estructura interna de la Nación sin destruirla. Por referirse a las relaciones exteriores, la internacionalidad se opone a la autarquía o, incluso, a la autonomía de las naciones. La idea de progreso siempre ha estado vinculada a la internacionalidad del comercio y las finanzas, es decir, a la acción exterior de las naciones. Nunca a su constitución interna. Cuando su acción externa alcanza a todo el mundo, la internacionalidad se convierte en mundialidad, en globalidad. La nacionalidad estadounidense, derivada de la estructura federal del Estado, no es internacional. Como tampoco lo es la suiza. Pero ambas son agentes de la globalización actual.
Tampoco es pertinente la expresión «cultura internacional». Los factores esenciales de la cultura formativa (religión, ciencia, pensamiento abstracto, tecnología, arte, derecho) no son internacionales sino universales. La cultura popular, basada en lo ritual, no puede rebasar los ámbitos locales donde los ritos tienen significado simbólico. Y la cultura de masas, gracias al cine y la televisión, también ha devenido universal. Se habló de «estilo gótico internacional», como ahora de «abstracto internacional», cuando se barruntaba el renacimiento de lo universal.
*Publicado en el diario La Razón el jueves 4 de septiembre de 2003.