El adjetivo “burgués”, que E. Jünger utilizó consistentemente a lo largo de la redacción de El Trabajador (1933), una obra tan extraña como sugerente, y que más tarde él mismo impugnó como inapropiado para la época que sobrevenía, ha pasado de designar una clase social de propietarios, contrapuesta al trabajador asalariado, a un estilo de vida. Una transición de sentido que se percibe ya en la Escuela de Frankfurt, sobre todo en el Marcuse de Berkeley.   Nuestra era tecnológica, sucesora de la industrial que vio nacer el comienzo de la burguesía, ha diluido notablemente, gracias a un aumento general en el nivel de vida en los países industrializados, las fronteras entre trabajador y propietario. Hoy nos encontramos en una situación no del todo ignorada por el marxismo, si bien para éste se trataba no más que de una fase intermedia hasta consolidar la dictadura del proletariado, y por tanto desdibujó la perspectiva. Aunque el énfasis del término burgués haya pasado de lo estrictamente económico a un universo mucho más disperso de prácticas sociales, valores morales, e incluso aspiraciones espirituales, su uso no tiene por qué desecharse necesariamente.   La creciente preocupación por la ecología del planeta, por ejemplo, nos obliga a pensar el modelo actual de consumo, y hasta qué punto éste está asociado con determinados modos de vida que implican más dominios que el puramente mercantil, y que acaso podrían todavía denominarse “burgueses”. Aunque siempre he procurado vivir de un modo simple, más por convicción que por necesidad (y viene bien en épocas de esto último), hace unos pocos días una experiencia de rescate de comida de un contenedor de basura con un amigo que lleva años haciéndolo, ha provocado una catarata de pensamientos acerca de esos “estilos de vida” a los que me refería al inicio.   Algunas tendencias generales son ya visibles, tal vez trayendo su origen de aquella gran oleada de cambio de estilo de vida ocurrida en los años sesenta en los EUA. Para un número creciente de personas, el actual modelo unifamiliar de la ciudad, con consumos y gastos individualizados, empiezan a sentirse como problemáticos, no sólo porque no producen la felicidad prometida por la Ilustración, sino porque además, desde un punto de vista ecológico, afectan negativamente al planeta. Qué puede resultar de aquí es difícil de predecir, sobre todo allí donde no existe aún ni la representación ni la libertad política.

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