Que unos cuantos concejales del Partido Popular apoyen en pueblos como Inca o Felanitx las consultas independentistas sobre “el derecho a decidir del pueblo de las Islas Baleares en colaboración con los territorios de los Países Catalanes” puede dejar a más de uno sumido en la perplejidad o en la sospecha de que el esperpento es nuestra seña de identidad por antonomasia. Sin embargo, no resulta incoherente que los herederos del nacionalismo español franquista adolezcan de los mismos delirios de grandeza autodeterminista que el resto de nacionalismos ibéricos. Aunque los españoles, remedando la arbitraria cursilería de un Carod-Rovira o un Laporta, expresaran su incomodidad de serlo, tampoco tendrían, en su conjunto, un derecho de autodeterminación, ya que tal cosa, fuera del ámbito teológico, es un contradiós jurídico e histórico. La determinación precede al derecho que la codifica, siendo éste el reconocimiento oficial de un hecho; y el derecho no es nada sin un aparato capaz de obligar a respetar las normas de aquél. Resulta, por tanto, absurdo abordar la autodeterminación como un acto de autosuficiencia que presupone una potencia que impone su fuerza determinativa a otra, y que en realidad no se tiene: la de constituirse en Estado nacional independiente. Así pues, el derecho de autodeterminación es un oxímoron, salvo que se predique de la única entidad capaz de ser “causa sui”, causa de sí mismo: Dios. Por cierto, Sabino Arana, una vez recobrada la pureza original que estaba siendo mancillada por un pueblo inferior, vislumbraba un Estado vasco teocrático, donde la fe católica sería la ley fundamental (Dios y ley vieja): aquí no estamos hablando de la concepción del origen divino de la ley, sino de la del origen nacional de la ley divina. Como una sustancia infinita que se determina a sí misma la esencia de la idiosincrasia nacional sólo puede estar a salvo en el seno de la autonomía cultural, pero en estos tiempos de internacionalización tal encapsulamiento sería tan irrealizable como la autarquía en el plano económico. No se puede renunciar a las importaciones ni impedir la asimilación de la cultura universal. Pero los mitos de salvación nacional y los ineluctables destinos fundados en comunidades de carácter o “ese conjunto de cualidades físicas y morales que distingue a una nación de otra” (Bauer) siguen embriagando a los que anhelan habitar los paraísos en la tierra donde se incuban los huevos de la serpiente. Si Marx veía en la religión un alma suplementaria para un mundo sin alma, en España el nacionalismo es el espiritualismo que se practica en un mundo político desalmado, es decir, sin verdadera democracia.