Hasta el siglo XIX, y desde la búsqueda de la kalokagathía griega -la cualidad ideal de aunar lo bello y lo bueno-, pasando por la humanitas latina, el Humanismo renacentista y llegando, incluso, hasta el ideal “pansófico” de un Comenius, la esencia de todo aprendizaje consiste en la relación vertical entre el maestro o instructor y el alumno que pretende ser instruido. Dicha verticalidad queda establecida por la promesa y esperanza de mejoramiento, de ascensión -intelectual o espiritual- hacia un objetivo que siempre coincide con la areté, virtud que se encarna en un ser humano y lo convierte en paradigma que debe ser imitado. La educación no es posible sin que se ofrezca una imagen del hombre tal como tiene que ser. A pesar de los cambios culturales, sociales, políticos, ideológicos o económicos, la verticalidad se mantiene estructuralmente, si bien lo único que se ve afectado es ese paradigma, ese imperativo de lo humano. Jamás se discute en Occidente el objetivo de hacer a los hombres mejores a partir de la paideia ni, por supuesto, la necesidad de que sea precisamente mediante la superación, la excelencia y el mérito como el ser humano lo logre. Sólo “los mejores” han de conseguir “lo mejor”. Con las utopías socialistas del XIX emerge un nuevo punto de vista. La preocupación por la miseria en la que vive la clase surgida de la Revolución Industrial crea dos necesidades imperiosas: la búsqueda de la igualdad social y un nuevo ideal de Estado benefactor -pero todopoderoso- que la procure. En la educación, lo que al principio supone tan sólo una modificación en el paradigma de la areté se tornará, tras el auge de los movimientos sociales, en la destrucción de la verticalidad antes citada, sustituida ahora por una horizontalidad impuesta verticalmente desde esa infalibilidad mesiánica y judeocristiana que, a partir de Lenin, caracteriza los regímenes social-comunistas. El proceso queda definido en la confusión -siempre intencionada- entre lo social y lo político y su posterior homogenización. Puesto que el Estado invade lo social, resulta lógico que, en esta tabula rasa, el sistema de enseñanza corra una suerte parecida. Se recrea en lo educativo el mismo proceso que sacrifica la libertad para salvaguardar la igualdad, supuesto fin de todo grupo humano que se precie. No sólo el paradigma de la areté cambia radicalmente, sino las bases sobre las que su búsqueda se asentaba. Enseñanza española y régimen político David López Sandoval Paradójicamente, mientras los países comunistas se apartan de esta lógica haciendo de sus universidades auténticos templos “meritocráticos”, Occidente se lanza, tras la década de los sesenta, a la loca carrera de la “comprensividad”. Pero el Occidente que surge entonces bajo los adoquines parisinos debe conjugar su tradición liberal con la renacida tendencia de las mayorías. Las nuevas propuestas pretenden importar las utopías del primer socialismo al ámbito de la escuela. En España, hay tres momentos importantes: el krausismo, la Escuela Única de la Segunda República y los daños colaterales del mayo francés, de los que la “Ley Villar Palasí” es el más mortífero. Si los regímenes totalitarios no tienen que esconder sus pretensiones, para la nueva “democracia” española resulta vital la retórica que transforma el sistema de enseñanza en todo un simulacro “baudrillardiano”. Porque tanto la verticalidad como el mérito huyen de la retórica del simulacro y abrazan la de la imitación de modelos de conocimiento, y porque han de situarse más allá de cualquier imposición exógena, de cualquier ideología aniquiladora de la libertad de cátedra, el sistema educativo actual, al haber acabado con la esencia de cualquier instrucción, es antinatural y sólo sirve al poder establecido. Nunca en España hubo un control tan férreo de la labor del profesor, que se ha visto obligado a abandonar la esencial búsqueda de la areté para impartir la impostada doctrina de la salut publique. A pesar de lo expuesto, las explicaciones que se suelen dar a la decadencia de la enseñanza española obvian un dato aun más relevante: el contexto donde empieza. Que Transición política y reforma educativa coincidan en el tiempo no es casualidad sino mensaje cifrado que la perspectiva histórica va revelando poco a poco. La senda que abre esta evidencia habrá de ser, sin duda, mucho más provechosa. La verdad política se muestra tozuda a pesar de los verdugazos propinados desde hace treinta años para intentar domeñarla. Su heroica contumacia tiene hoy recompensa, pues ha aprendido a guarecerse tras la pantalla virtual del mundo esperando las pequeñísimas ocasiones que se le prestan, como poros por donde comienza a transpirar libre. Todo, en España, nace y muere en ella, en su ausencia quiero decir, y todo -no podía ser de otra manera- es a su vez consecuencia de ella misma, de su ocultamiento, de su perversión, de su miseria. La verdad, empero, de la representación de la sociedad civil, de la libertad política, de la supremacía del individuo frente al Estado no advendrá, como algunos piensan, con la actual crisis económica sino un poco más tarde, cuando se apele a la inteligencia del pueblo, a su iniciativa, a su clarividencia, y se descubra que éstas apenas sobreviven. Entonces se mostrará tal y como fue el engaño, y se descubrirá al fin que, para que triunfase, se requería la participación de todos, la servidumbre autocomplaciente de treinta años de reformas educativas. Cuanto ha acontecido en España se ha sostenido en el pedestal de la ignorancia. El régimen franquista la forjó poco antes de su metamorfosis porque comprendió que sería lo único que garantizase su perpetuación. La impostura mediática, la hipocresía partidista, de nada habrían de servir sin el fundamento de la inopia voluntaria. Pero, ¿cómo conseguirla? Institucionalizándola, es decir, que ésta fuese uno de los pilares del régimen político que se inauguraba. Por ello se hizo imprescindible un movimiento previo a la transición política, la Ley General de Educación y la Reforma Educativa de 1970, que, transido de “nuevos valores pedagógicos y democráticos” -team teaching, educación personalizada, etc.-, preparaba el terreno para el desmantelamiento posterior de aquellos otros valores que se consideraban una antigualla por pertenecer a una ley, la Ley Moyano, que, en su estructura, había perdurado durante más de un siglo. Tres fueron las vías que se siguieron a partir de entonces: desprestigio paulatino de la labor de los profesores, introducción en las aulas del pensamiento dominante del nuevo régimen y, por último, aparente inestabilidad que, con el disfraz ideológico, permitía que la sociedad desviara la atención hacia la superficie de lo que en realidad estaba ocurriendo. La mengua del oficio docente comenzó con la ley de 1984, que regulaba la Función Pública -a ella hay que añadir las reformas efectuadas en 1988 y 1993- y que establecía una serie de normas concernientes a la movilidad de los funcionarios, a su nivel y a la asignación de destinos que claramente discriminaban a los profesores. Posteriormente, en 1985, la LODE daría la puntilla definitiva, al completar este aislamiento laboral con el desdoro social, creando el Consejo Escolar del Estado y los Consejos Escolares de centro. En aquél los sindicatos comenzaron a suplantar a los docentes en las futuras negociaciones; en éste los claustros dejaron de ser el principal órgano rector de escuelas e institutos. A partir de entonces, la LOGSE de 1990 y la vigente LOE no hallarían ningún obstáculo página siguiente {jomcomment}