A mi hija Laura, recién nacida Racionalizar la ecología de la sociedad postindustrial no es algo sencillo. La división detallada del trabajo ha desatado tal complejidad en las relaciones económicas que las actividades intermedias y aledañas superan en más del doble a las estrictamente productivas. La capacidad de sustentación es algo borroso que ya no se refiere unívocamente al medio ambiente. Lo decisivo al respecto hay que buscarlo ahora en la superestructura de las mismas sociedades estatales, fuente inagotable en la creación de las nuevas necesidades que retroalimentan el sistema económico. El apropiado cultivo y cuidado de ellas es labor de los gobiernos. Control social y estabilidad política han extendido las expectativas de beneficio, consiguiendo que las fuentes financieras hayan superado el miedo a invertir en actividades cuyo resultado no se concretaba en una manufactura tangible. El dirigismo estatal y la propaganda han terminado por socavar el proceso de endoculturación de las nuevas generaciones, rompiendo así la inercia diacrónica sobre la infraestructura, que tiende a convertirse en una mera réplica emic de la intencionada comunicación social informadora del nuevo orden. Cuando los citados ajustes ya se habían iniciado en el Primer Mundo, España era el caso único de una economía en desarrollo que acababa de salir de una dictadura. El Estado totalitario se aprovechó como adecuada plataforma para construir la síntesis entre la nueva clase dirigente y la oligarquía financiera en la Monarquía de partidos. El posfranquismo necesitaba aligerar la presión demográfica para ensanchar los márgenes de la capacidad de sustentación del nuevo modelo económico previsto, lo que no es un fenómeno inédito en el mundo occidental. Sin embargo, la contundencia con la que ha sucedido en España no tiene parangón, porque a ello se ha añadido la imperiosa necesidad de expansión e intensificación del propio mercado interno. Con tal destino, la cacareada cultura de la nivelación sexual y de la “ampliación de los derechos” es la versión propagandística emic de la necesidad etic de los efectos de incorporar a la mujer al mundo laboral: asegurar el descenso en el número de vástagos que se puedan criar, haciendo posible un diferencial positivo, con la renta liberada de aquel destino, que incremente el consumo familiar y pueda duplicar el privado al disponer los dos cónyuges de ingresos, multiplicando así las áreas de actividad por oferta-demanda de nuevos servicios, todo ello compatible con la caída de los salarios. Como la presión laboral multiplica el estrés cotidiano (a principios de los ochenta aparece el fantasma del paro), se favorece el ansia de evasión, que termina proyectándose en un ocio también basado en el consumo; y tiende a desatenderse la educación de los hijos, que quedan expuestos a la infame programación de los medios masivos y a la idiotez de los planes de estudio estatales, de esta forma se les induce al consumo aunque carezcan de la oportunidad de emanciparse.