El éxito de Macron y su tercera vía, parece indicar que Francia, y también Europa, seguirá avanzando hacia una sociedad dominada por una minoría minúscula, pero muy bien acreditada.

Hace tan solo tres años Emmanuel Macron (Amiens, 1977) era un completo desconocido para la política francesa. Hoy, es el gran favorito para suceder en mayo al presidente socialista François Hollande, quien precisamente impulsó su carrera. De ganar la segunda vuelta, a sus 39 años, Macron podría convertirse en el presidente de la República más joven de la historia. Hay que reconocerlo, la ‘grande France’ nos ha dado una soberana lección de lo que es montar una ‘operación Ciudadanos’ como Dios manda.

No estamos ante un hombre de la calle o un ‘self-made man’; tampoco ante un talento puro, sino ante un producto certificado

Pero ¿a quién representa Macron y qué está dispuesto a hacer en realidad? Lo primero que hay que señalar es que no estamos ante un hombre de la calle o un self-made man; tampoco ante un talento puro, sino ante un producto certificado. Su madre, Françoise Noguès, es consultor médico de la Seguridad Social francesa y su padre, Jean-Michel Macron, profesor de neurología en el Hospital Universitario de Amiens; es decir, ambos son funcionarios de cierto nivel. Con unos padres así, lo normal es que Macron siguiera su estela. Y en efecto, así lo hizo. Cursó bachillerato en el liceo Henri IV, de París, estudió Filosofía en la Universidad de París-Nanterre y se graduó en ciencias políticas en el Instituto de Estudios Políticos. Después, ingresó en la Escuela Nacional de Administración (ENA), que es donde se forman las élites francesas. Y de ahí salió como inspector de finanzas para, finalmente, desembarcar en la política.

El campeón del socioliberalismo

Emmanuel Macron es, pues, un producto del sistema meritocrático que las mismas élites francesas han diseñado a su imagen y semejanza, imponiéndolo como salvoconducto para acceder a los resortes del Estado, lo cual por estas latitudes admiran muchos liberales, conservadores y progresistas. No hay en Macron, como es lógico, rastro alguno de populismo, pero tampoco otros valores especialmente llamativos. Sí, es un tipo afable, atractivo, bien educado y con una sonrisa agradable. Pero, por más que parezca encantador, resulta bastante distante. Su entorno privilegiado es lo que le ha permitido convertirse en aspirante a presidente; y por añadidura, ser la punta del iceberg de una alternativa promovida desde la ‘aristocracia francesa’.

El objetivo es promover una economía pujante que genere más y mejor empleo y, al mismo tiempo, proporcione, vía impuestos, los crecientes recursos que el gran Estado moderno demanda

Que Macron hiciera su doctorado sobre Hegel tal vez pudiera darnos alguna pista de por dónde discurre su pensamiento político. Pero no hace falta. Su programa le define como el campeón francés del socioliberalismo, esa ‘nueva’ tercera vía que, no sólo las élites francesas, sino también las europeas, parecen querer imponer como antídoto contra el inquietante populismo. La idea consiste en trasplantar a Francia, convenientemente matizado, el binomio nórdico; a saber, un Estado fuerte, eficiente y paternalista pero condescendiente y cooperativo con la iniciativa privada. El objetivo: promover una economía pujante que genere más y mejor empleo y, al mismo tiempo, proporcione, vía impuestos, los crecientes recursos que el gran Estado de bienestar moderno demanda.

Más riqueza, más Estado

Tiene su lógica. Si los burócratas quieren seguir acumulando poder sin que sus administraciones se colapsen, necesitan un sector privado potente del que obtener todo cuanto vayan necesitando. Así pues, la filosofía de este socioliberalismo puede resumirse en una frase: “tú crea riqueza que nosotros nos encargamos de la planificación y del gasto”.

Una de las conclusiones que convendría poner en cuarentena es que Europa ha dado de alguna manera una lección a los Estados Unidos

Atendiendo a estos antecedentes, una de las conclusiones que convendría poner en cuarentena es que Europa, primero en Austria y ahora en Francia, ha dado de alguna manera una lección a los Estados Unidos. Pues, mientras al otro lado del Atlántico, el nacional-populismo, encarnado en Donald Trump, ganó las elecciones presidenciales, los europeos han conjurado el peligro. La visión de una Europa culturalmente superior es, una vez más, un espejismo. Sí, Emmanuel Macron seguramente tenga la intención de abrir y revitalizar la economía francesa. A los franceses no les queda otro remedio si no quieren ir a la quiebra. Sin embargo, el Estado seguirá en manos de esa clase privilegiada a la que Macron pertenece.

Los certificadores interesados

El problema, como explicaba W. R. Mead, es que en plena globalización persiste el credencialismo teórico, la estandarización del conocimiento promovido por las propias élites, estatales y paraestatales. Este sistema de certificación meritocrático resulta cada vez más ajeno a un mundo real, acelerado y cambiante, donde nacen, viven y mueren la mayoría de las personas. Y, por supuesto, es contrario a la idea del “mérito esencial” y democrático que promovieron precisamente los padres fundadores de los Estados Unidos, cuando decidieron alumbrar una sociedad nueva, no estamental y distinta de las europeas.

La imagen romántica del Truman luchador, que alcanzó la cumbre, y el Macron que se postula como presidente de Francia, se asemejan entre sí como un huevo a una castaña

Durante un tiempo lo lograron, aunque no fuera oro todo lo que relucía. Y, por ejemplo, Harry S. Truman puede pasar hoy por uno de los presidentes más grandes de los Estados Unidos, y también de los más ilustrados y competentes… aun sin tener titulación universitaria. En realidad, según se graduó en la escuela secundaria, Truman entro a trabajar en el ferrocarril de Santa Fe. Y durante años vivió acomplejado por su falta de credenciales, por eso se esforzó por aprender y formarse por sus propios medios. Es obvio que la imagen romántica del Truman luchador, que alcanzó la cumbre, y el Macron que se postula como presidente de Francia, se asemejan entre sí como un huevo a una castaña. Oh, sí, los tiempos han cambiado, desde luego. Pero, cuidado, el talento y la integridad siguen sin poder comprarse con un título.

Hacia un modelo político cerrado

En efecto, hoy el mérito ya no está unido al carácter, a la valía intrínseca de la persona, sino a una serie de conocimientos especializados, estandarizados y reglados. Por eso, muchas veces el talento se pierde lastimosamente. Y gente valiosa se queda por el camino. Pero de eso se trata precisamente, de convertir el Estado, las administraciones y su creciente poder e influencia, en un circuito cerrado, separado de la sociedad misma. En los Estados Unidos se resisten. Pero diríase que Europa, en el mejor de los casos, aspira a converger en una especie de modelo chino, donde si bien se incentive el crecimiento económico, la política se mantenga fuera del alcance de las personas corrientes mediante un sistema de selección meritocrático ad hoc. Un modelo en el que se podrá emprender con relativa facilidad y, si hay suerte, enriquecerse para así pagar sustanciosos impuestos, pero en el que solo una élite certificada podrá acceder a la política… o beneficiarse de ella. Por eso, no solo los políticos están interesados en este statu quo, también lo están los influyentes medios de comunicación, muchos periodistas y creadores de opinión, académicos y grupos de presión de todo tipo y pelaje. Así, en estos tiempos de globalización y tribulaciones, la industria más pujante es la industria política, y cada vez son más los que aspiran a colocarse dentro o en sus alrededores.

Europa, en el mejor de los casos, aspira a converger en una especie de modelo chino, donde si bien se incentiva el crecimiento económico, la política se mantenga fuera del alcance de las personas corrientes

Es posible que Macron, joven y sobradamente preparado, pueda parchear un Estado tan ineficiente como el francés, cuyo peso en el PIB supera ya el 57%. Pero más allá de esto, todo parece indicar que Francia, y también Europa, seguirá avanzando hacia una sociedad en la que una minoría minúscula, pero muy bien acreditada, producirá obsesivamente una teoría arcana que se referenciará a sí misma. Un entorno dominado por una ciencia política cada vez más matemática y dogmática, donde las personas corrientes no entenderán las ideas que hay detrás de las instituciones. Y precisamente es esta creciente incomprensión y sensación de agravio lo que alimenta el populismo. Y seguirá haciéndolo hasta que un día, quienes se definen como liberales, descubran que el liberalismo es algo más que el Bitcoin. Hasta entonces, esperemos sentados… y crucemos los dedos.

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