"El último juicio de un viejo" (foto: Ali K.) Elogio del abuelo Pasaron la guerra y la posguerra siempre trabajando, de sol a sol, con pantalones de mahón repasados y zurcidos, con más piezas que un mapa; se llevaron siempre lo peor de lo que hubo, nunca nadie les regaló nada. Cuando llegó la hora de emigrar ya era tarde, y ahora están mayores para rebelarse contra el destino que otros les han marcado ¡Maldita sea su estampa! Mi pueblo natal no está en crisis, o mejor dicho, no sale de la crisis desde hace décadas; va con él desde que los mozos, viendo que no tenían ni para tabaco, decidieron emigrar. Hoy las ancianas gentes que aún residen en él se conforman con poco más que sus paupérrimas pensiones de jubilación y viven una alegría evangélica hasta que vuelven los emigrantes en verano, Semana Santa o Navidad. Son ellos, los emigrantes, los que pintan de actualidad la plácida existencia de ese viejo pueblo de viejos. Antes, el dolor de la separación se mitigaba con la alegría de las monedas tintineantes en las barras de las cantinas en vacaciones. Muchos, me consta, lo ahorraban todo para poder sacar pecho en la tasca haciendo ostentación de lo que, en realidad, no tenían. Hoy las cosas han cambiado, los viejos, al ver llegar a sus parientes, esconden las cartillas donde acopian sus ahorros. Sobrevivieron a la dictadura trabajando como animales, se ilusionaron con la Transición pensando que al fin habría justicia y libertad; y ahora, con la artrosis y la artritis en el alma, cargados de años y de pastillas, todo se les vuelve otra vez más áspero, más duro, y hasta perciben en la mirada del nieto las mismas frustraciones que ellos han sentido siempre. Ha vuelto el tono melancólico de las miradas que, incluso al calor de la pequeña y rústica cocina, donde bulle un puchero antiguo, se pierden en un horizonte que no se ve, que sólo se ha imaginado. Un día, cualquiera de estos, el abuelo cerrará los ojos para siempre convencido de que ha podido más la codicia del poderoso que la libertad del pobre.