El noble ideal de Montesquieu de que la moderación y la virtud rijan las pautas colectivas de vida sólo es posible con reglas del juego político sabias, es decir, democráticas. La libertad política es aquella que permite a los gobernados elegir y deponer a sus gobernantes. Es fácil caer en el error de considerar la libertad política como una consecuencia natural de las libertades civiles (como la libertad de expresión, de asociación, etc.) e identificarla con el derecho al voto. Nada más lejos de la realidad. La libertad política presupone la existencia de libertades civiles, pero no a la inversa: la existencia de libertades civiles no garantiza la libertad política. Para asegurar la existencia y permanencia de la libertad política en una verdadera democracia, los mecanismos necesarios deben estar incorporados a las reglas recogidas en la Constitución (separación de poderes y representación).
Si lo mejor de la sociedad, desde Sócrates, no va a la política, al menos la república constitucional preservaría en los hombres públicos una suerte de decencia y de decoro, de pundonor, que les llevaría a dimitir si rompieran el vínculo de confianza que les liga con el elector.
Pero fuera de esas instituciones, la degeneración de las pautas colectivas de vida política no tarda en hacer aparición. No falla. Donde no hay responsabilidad, no hay confianza. Y no hay vino bueno que resista a aguarse en odres podridos. El coqueteo con la amoralidad o con menos elegancia, el hábito de vivir en la mentira política que caracteriza a todo hombre público alimentado en las ubres de la Transición no hace discriminaciones.
Decepción tras decepción. Ahora tocó el turno a juristas de reconocido prestigio (letrados de las Cortes Generales) que sin criterio jurídico serio vieron como el Supremo español corregía su dictamen de exoneración del diputado de Podemos. Importo más la sumisión servil que mantener con fundamento su opinión jurídica. Antes leguleyos que juristas de prestigio.
¿Dónde queda el jurista, la lucha por el derecho, el prestigio entre sus colegas? El vino bueno se echa a perder. Importa que conociendo ellos la lógica pervertidora de las costumbres de nuestra Transición, sabiendo que en Roma no se puede estar sin ser cómplice de la mentira, decidan vivir en Roma. El hombre digno sabe que nada tiene que hacer en el espacio público creado por la ficción-mentira de la Transición porque no sabe mentir. Y en él sólo sobrevive quien miente porque sin mentira no hay cabida en el juego de reparto.
Importa saber por qué personas que iniciaron tempranamente en la vida el camino del mérito intelectual a través del esfuerzo, que creyeron que la verdadera pasión de distinción se cimenta en la sólida y constante búsqueda de la sabiduría, inviertan sus prioridades y pongan el mérito y el prestigio profesional al servicio del dinero y de la fama rápida y no el prestigio jurídico al servicio de un mayor ideal.