“Todo lo estatal ha sido enemigo de la sociedad civil española, todo lo estatal ha robado a la sociedad española, y los partidos y sindicatos estatales son los primeros responsables porque son los verdaderos jefes del Estado. Aquí ya no hay un jefe del Estado que se llame rey”, sostuvo Antonio García Trevijano en declaraciones a DRC. A su juicio, el monarca, aun no saciado en su sed de fortuna, ha caído en el desprestigio y el desprecio de la clase dirigente y del pueblo. Lo evidencian los continuos abucheos cuando alguien de la Familia Real sale a la calle.
Esto ocurre porque gracias a Internet, la depauperada clase contribuyente es ya sabedora de sus excesos, de sus aventuras extraconyugales (de las que hace mofas y escarnio en coplillas y teatros) y de su inmensa riqueza. Ésta pasó de la austera y férrea dependencia paterna a los 1800 millones de euros que le ha cuantificado The New York Times y varias revistas especializadas en evaluar los patrimonios de la clase dirigente mundial: “Y todo ello en tan solo cuatro décadas”. Además “de su exigua corte de aprovechados, ya solo cuenta con el apoyo del hispanista Paul Preston, que bien podría dedicarse a examinar a la monarquía inglesa”.
El monarca “solo buscará una salida incruenta para él y su familia en el caso de que la propia clase dirigente del régimen se vea en un “callejón sin salida” judicial, económico o político. Sólo entonces se decidirá a convocar el eternamente inédito referendum sobre Monarquía o República para salvar su propio estatus financiero. Hasta entonces, no habrá manera de oír al pueblo. La abstención ya ha sido el primer partido en País Vasco y Galicia y puede serlo también en Cataluña, pero el Gobierno puede atrincherarse cómodamente hasta noviembre de 2015 sin convocar comicios generales. Demasiado tiempo para una sociedad exhausta y sin ilusiones”.
A la espera de esa abstención masiva “que logre iniciar un proceso de deslegitimación que conjugado con un inesperado golpe de azar desmorone el régimen (ha ocurrido así en casi todas las revoluciones)”, ya sólo cabe asistir a las acciones alocadas de la presión popular, la desesperación individual (el caso de los suicidios ante los desahucios ejecutados por bancos previamente salvados por esos mismos contribuyentes es dramático y significativo) y a las continuas protestas ante la vertiginosa crisis y depresión española “procedente de su degenerado sistema institucional y de valores”. De ahí que surjan espontáneas soluciones “creativas”, como la que sugirió el catedrático Antonio Torres del Moral acerca del rey en caso de colapso, algo que muchos políticos piensa en privado: “Si las cosas se ponen muy feas, se le pone un barco en Cartagena o un tren en Irún”.
El periodista monárquico José Antonio Zarzalejos se ha atrevido a expresarlo en La Vanguardia, aflorando así unas sensaciones muy extendidas en privado entre la clase política: “Puede ser una casualidad histórica o no, pero tres de los cuatro grandes Estados occidentales con más tensiones secesionistas adoptan la forma de monarquía parlamentaria. Es el caso del Reino Unido de Gran Bretaña e Irlanda del Norte, cuya soberana, Isabel II, encarna la más alta magistratura de otros quince estados, entre ellos Canadá, de tal manera que, aunque con distinta intensidad, está concernida tanto por Escocia como por Quebec. Y es el caso de Bélgica, en el que reina Alberto II, árbitro eficaz y discreto de las aspiraciones de flamencos y valones. Y es caso de España, donde la denominada Monarquía prosaica -título de un ensayo de Miguel Ángel Aguilar Rancel y Óscar Hernández, un tanto academicista pero certero en señalar la vulgaridad con la que el sistema ha tratado y trata a don Juan Carlos, en parte por su propia forma de entender la Corona- tiene un reto con el proceso secesionista de Catalunya. No puede argüirse para descartar la intervención institucional del Rey el desgaste de su reputación y los avatares “no ejemplares” de miembros de su familia. Porque en todas partes cuecen habas”.
“Los jefes del Estado son ahora los partidos estatales, y manda el consenso de los partidos estatales, que hace que todos ellos pacten su supervivencia a costa del empobrecimiento de la sociedad” explica por ello Trevijano. Por eso concluyó: “La ciudadanía española seguirá ciega y regida por los tuertos hasta que no descubra que el consenso sólo le sirve a los políticos para vivir de, en, y por el Estado”. Y recomendó que cuando oigan esa palabra –“consenso”- tan manoseada en la jerga política española “deben echarse mano a la cartera”.