No hay palabra en todo el vocabulario mundial que sea más usada y menos comprendida que la voz Occidente. Desde su primitivo significado geográfico, relativo al lugar de ocaso del sol, la historia la ha ido cargando de múltiples sentidos culturales y políticos, incluso contradictorios, sin dejarla perder ninguno de ellos. La acumulación de significaciones la hizo y sigue haciéndola adecuada para expresar ideas indefinidas, referentes todas ellas a la conciencia o la inconsciencia de la superioridad moral de una parte de la humanidad respecto al resto del mundo.
No fueron los pueblos orientales quienes calificaron de occidentales a los situados a su poniente. Lo Occidental se hace nombre sustantivo que se sostiene a sí mismo, en tanto que expresión permanente y completa de un orgullo histórico de carácter espiritual o racista. El orgullo de pertenecer a Europa, a la cristiandad, al imperio, a la civilización, a la sociedad industrial, al atlantismo, al mundo libre, a una forma avanzada de vida material, a la modernidad. Esto permite que Turquía, Israel, Japón, Corea del Sur, Singapur, Australia, Nueva Zelanda o África del Sur formen parte integrante de Occidente.
Los mitos fundadores, sobre todo los de carácter orgánico, se diferencian netamente de las fábulas, las leyendas y las ideologías. Sólo ellos, con la simple voz que los nombra, pueden darse una concreción de sentido histórico operativo, incluso con su propia negación. Así ocurre en la expresión «ocaso de occidente» (ocaso del ocaso). No es la noche ni la nada, sino la real o supuesta decadencia del mito, sin que ninguna fuerza oriental lo amenace, como en la expansión árabe o turca, lo obscurezca con nubes de anarquía, como Atila o Gengis Kan, ni lo ponga en vías totalitarias, como Stalin y Hitler.
Inmune al paso del tiempo, de las costumbres y de las ideas, el mito de Occidente saca su fuerza de sí mismo. No teniendo historia particular, porta y comporta historias universales. No siendo una civilización costumbrista, crea y recrea civilizaciones técnicas. No partiendo de una ideología de la naturaleza, produce y reproduce ideologías políticas. No estando determinado por una cultura religiosa, constituye y reconstituye culturas morales. Careciendo de territorio y de recursos acordes a su ambición universal, no cesa de conquistar espacios, fuentes de energía y poblaciones. Todo lo que se resiste a la occidentalización es, por eso mismo, bárbaro o atrasado. La función del mito de Occidente produce y mantiene un orden mundial basado en una supremacía militar incontestable.
Como mito de orden moderno, la conciencia de Occidente palidece ante dos temores salidos de su propio seno. La memoria de su pasado lo enlaza a la unidad de la cristiandad medieval de la que procede. La voluntad de mercado único lo une a culturas orientales. Miedo por tanto a no ser moderno ni occidental. Pero el mito orgánico tiene virtudes vitales que no permiten los juegos de la razón y la coherencia. Lo que toma vida del mito no piensa en ello. Y a lo que da vida el mito no tiene otra conciencia que oponer. Esa es, precisamente, la función orgánica e integradora del pensamiento actual de Occidente. Su pensamiento único consiste en el modo de pensar lo mismo no pensando lo que piensa.
Como mito de poder, Occidente siempre ha tenido tiara de Providencia y cetro de imperio, inquisición cultural y policía urbana, medios de propagación y ejércitos de invasión. La tradición hebraica le enseñó que Dios no protege por igual a todas las naciones. Y siempre ha sabido localizar a un satánico enemigo que legitimara sus benditas instituciones y sus terroríficas acciones. No habría mito de Occidente sin necesidad de Defensa de Occidente. La OTAN encarna el mito en estado puro. Pacificado en el interior, Occidente regresa a sus fundamentos originales para reprimir, con invasiones provechosas, el terrorismo islámico.
*Publicado en el diario La Razón el jueves 18 de agosto de 2003.