Los universos simbólicos, por muy estructurados y racionalizados que estén —un orden con reglas lógicas es la forma más económica de aprender la realidad, al evitarnos tener que memorizarla—, siempre remiten la explicación/justificación del poder a situaciones míticas. Así sucede con las “teorías contractuales”, tan versátiles que pueden ser aplicadas tanto al “origen” del estado como al de la sociedad jerarquizada, equiparando ambos. Y eso que, en las muestras más recientes de tal tradición, se reconoce que se trata de una ficción a la que suele recurrirse por su carácter aclaratorio. Sin embargo, ello no les exime, aun excluyendo la mala fe, de relegar la investigación de los sucesos históricos, bien renunciando por considerarlos oscuros o inaccesibles, bien porque podría desvelarse que las cosas no fueron tal como debieron ser para poder proyectar la secular línea de coherencia doctrinal que pretenden. Todo “contrato” refiere un acuerdo explícito entre dos o más sujetos, llamados “partes”, respecto a un contenido, necesariamente algo concreto u objetivable, pues si no carece de sentido; aparte de algún mecanismo que asegure su cumplimiento o penalice la transgresión. Este paralelismo contractual no presenta un desarrollo literal, a modo de aplicación biyectiva entre los elementos originales y su imagen, que no suelen especificarse. El tropo viene a significar la idea del libre consentimiento individual respecto a la pertenencia a la sociedad estatal en ciertas condiciones. Su intención es limitar el poder del Estado sobre la base de un agregado de ciudadanos libres e iguales poseedores de unos “derechos naturales”. Ello llevaría a esta escuela —continuando la misma metáfora— a tratar el momento y los términos, conforme a estos principios, en que se debe firmar el contrato, o sea, el análisis de los procesos constituyentes y las bases constitucionales admisibles que lo garanticen. Sin embargo, el desarrollo del pensamiento contractual ha terminado por devenir en un cuerpo teórico abstracto y bastante elástico respecto al orden institucional del Estado. Al final, aquello que queda es una especie de equilibrio transaccional entre las obligaciones contributivas y fiscales de los ciudadanos, y el deber del Estado de asegurar su integridad física, la propiedad privada y los contratos particulares. Curiosamente, el sustento —siquiera básico— y las necesidades humanas —a diferencia de los medios no exclusivamente materiales— no se contemplaron entre las “cláusulas preferentes”, haciéndolo de una manera siempre subordinada a otras instituciones. En realidad, los hombres nunca fueron exactamente un agregado de individuos libres e iguales, dependiendo los unos de los otros. La subsistencia personal era algo que quedaba empotrado en las propias relaciones sociales, y la organización política, entonces también incluida en ellas, estaba relacionada con los canales de redistribución. El espíritu mercantil hacia el exterior terminó contagiándose dentro de las propias fronteras de los estados modernos occidentales. El racionalismo ideó el mercado, artificio teórico para fijar el precio según la relación de la oferta-demanda, lo que maximizaba el beneficio al gravar la necesidad. Todo fue declarado susceptible de comprarse y de venderse, incluso la propia tierra y la misma labor humana, ahora trabajo dependiente —suele ignorarse que hasta el siglo XIX, los trabajadores dependientes eran asimilables a los pobres—. La sociedad se dividió, así, en dos, y el afán de lucro de una minoría se nutría del miedo a la falta de sustento de la mayoría. La esfera de la economía se segregó, primero, y se elevó, después, sobre todas las demás, fagocitándolas. La razón de mercado colonizó la sabiduría convencional. La consideración de la ciudadanía como un agregado de hombres libres e iguales, base de la metáfora contractual que aparenta una razón moral, se erigió por consistencia con las leyes del mercado a las que ya había cedido el gobierno. El contrato no superó ningún “estado de naturaleza”, más bien nos retrotrajo verdaderamente a él. Los hombres debían de comportarse como auténticos átomos, henchidos de racionalidad económica que les dotaba para cuidar de sí. El orden institucional se construyó sobre esta premisa. La política exige una consideración colectiva incompatible con ello; y la democracia la preponderancia de la mayoría. Por eso, o no han sido, o han sido falseadas.