La crisis actual ha puesto de manifiesto una vez más que unas instituciones públicas fiables juegan un papel determinante en el desarrollo económico, pues garantizan las transacciones realizadas en los mercados nacionales e internacionales que conducen a un desarrollo sostenido y son el lugar de la solidaridad social. Los teóricos de la economía han estado analizando los últimos acontecimientos económicos y han preparado escenarios de comportamiento que ayuden a superarla, pero nuestros Gobiernos (central y regionales) han tomado aquel que, bajo su ideología y sin tener en cuenta a los otros, es el mejor recambio. Algunos medios de comunicación ensalzan y utilizan como látigo en la lucha que mantienen las diversas facciones de la clase política que nos gobierna la siguiente dicotomía: los muy liberales desean que el Estado garantice los servicios públicos pero que sea el sector privado quien los gestione y los menos liberales se niegan a disociar la garantía de esos servicios por el Estado de su gestión pública (Guy Sorman). Y como si la resolución de ese conflicto fuese el eje central de la política actual nos recuerdan el debate de la reforma sanitaria en los Estados Unidos. Pero, por desgracia, éste no es nuestro principal debate. El mal que nos corroe, a la luz de muchos analistas políticos y económicos, es “el entramado institucional español” causa del retraso y de la incoherencia de la política económica actual. Dicho mal se manifiesta de forma palpable en la ausencia de democracia que encarnan las instituciones políticas básicas (estatales, regionales y locales), en la deriva política, en el exceso de descentralización regional y la consiguiente ruptura de la unidad del mercado nacional y en el alto coste de los servicios públicos gestionados por las nuevas administraciones surgidas de esa descentralización. Otros efectos derivados de ese cuadro clínico se manifiestan en los costes de producción de nuestros bienes y servicios que, en relación con los países de nuestro entorno, han aumentado un 30% (desde la entrada en vigor del euro) mientras que en Alemania ese incremento ha sido del 2%. Si afinamos más dentro de ellos, nos encontramos que la diferencia en los costes energéticos se multiplica por seis al compararnos con Francia, fruto de la errática política energética llevada a cabo en los últimos veinticinco años y sin perspectivas de cambio. Ante este panorama no es extraño que muchas empresas amenacen con la “deslocalización” si no se rebajan esos enormes costes (deducciones fiscales, compensaciones directas, asunción de déficits tarifarios, o cualquier otro disfraz de subvención). En fin, ese cáncer tiene un alto coste.