Asamblea multitudinaria (foto: MCRC-Valencia) El espíritu del 15M Si algo ha puesto de manifiesto el movimiento 15M es la voluntad del pueblo como ciudadanía de tomar el control sobre las decisiones políticas. El hecho de que las acampadas se hayan articulado cívicamente alrededor de una asamblea de ciudadanos lo demuestra sin equívocos. Ni la ausencia de definición y estabilidad en el número de integrantes diarios de la asamblea, ni el fundamental error de apostar por el consenso como procedimiento para la toma de decisiones empañan la naturaleza profundamente democrática del impulso ciudadano que ha tomado forma en las plazas de nuestras ciudades con más corazón que cabeza. Y es que a ambos defectos subyacen nobles deseos como son el intento de perfeccionar la representatividad política del conjunto de la ciudadanía, a través de una activa participación de una amplia muestra de la misma, o el intento de universalizar las reivindicaciones alrededor de un foco común: la exigencia inmediata de una democracia auténtica; una democracia auténtica que venga a poner fin al profundo estado de injusticia social que sacude la civilización occidental en los inicios de un ya ajado siglo XXI cuya promesa de progreso y satisfacción planetaria parece estar revelándose hueca esperanza madre de profundas desazones y conflictos. El diagnóstico del movimiento 15M ha sido certero. La democracia vigente es una farsa y una democracia auténtica se reclama con convicción, con aplomo, con determinación. Falta, no obstante, lucidez en la reivindicación y rigor en las proclamas, tanto como sobra poesía y arte en la expresión de la rabia colectiva, auténtico deleite de ingenio e imaginación. Quizá por eso las acampadas ya hayan cumplido su papel y no puedan, ni deban, intentar prolongarse más allá del tiempo requerido para una sanadora explosión de savia revolucionaria que dé el relevo a nuevos impulsos. El ciudadano solo se sentirá en auténtica democracia con un sistema de gobierno donde su control en el uso del poder no sea una idea sublimada sino un hecho cotidiano consumado en la directa influencia sobre el contenido de lo legislado y en la posibilidad efectiva de cesar a unos representantes cuyo mejor papel sería el de meros portavoces. Una concreción de la teoría pura de la república podría dar lugar a una estructura asamblearia, con ascenso piramidal en uno o dos niveles mediante portavoces, que articulase la expresión de la voluntad ciudadana en cada distrito. El representante del distrito, bajo mandato imperativo y con cargo derogable, recogería las propuestas asamblearias, resultantes de una dinámica participativa y cotidiana, para defenderlas en la Asamblea Nacional. La belleza de la teoría pura de la república reside en su capacidad de albergar diversas concreciones posibles, todas ellas armónicas con la libertad política en un Estado de derecho depurado. Y, en el fragor de un proceso constituyente, cada mónada republicana debería optar por la concreción más acorde a su idiosincrasia.