El Club del Consenso se funda con el reparto del espacio político de 1.978 entre los que estaban en el poder y querían mantenerlo tras la muerte del dictador y los que, fuera del mismo por su oposición al régimen, renunciaron a todo principio para alcanzarlo. Además de sus socios fundadores, los nuevos miembros deben someterse a las reglas de sus estatutos y pacto fundacional convertido así en Ley y Razón de Estado. Como el Club designa a los árbitros de las dispuestas entre sus miembros, encumbrados con la dignidad judicial del Estado, es lógico que a ellos deriven las solicitudes de ingreso de estos nuevos socios con examen de los requisitos que ellos mismos se han dado.   Para actuar en política obligatoriamente debe formarse parte de este Club o acudir al menos como invitado de alguno de sus miembros reconocidos. No hay posibilidad de actuación pública fuera del mismo. Como es un Club privado, la tolerancia sustituye al respeto y el que no acepte sus normas ni se manifieste públicamente de forma coincidente con el general “consensuado” de sus postulados, no puede ser admitido. Es el Estado de Derecho, la democracia como “espacio de convivencia que tiene que ser tolerante pero que ha de ser intolerante con los intolerantes” en palabras del Ministro de Justicia D. Francisco Caamaño pronunciadas tras inaugurar en Madrid unas jornadas sobre el expediente judicial electrónico.   Lo malo es que este elitista y selecto Club se financia por aquellos de quienes además se arroga la facultad exclusiva de representación pública y poder sobre su vida y haciendas. En palabras del mismo Caamaño esto es “constitucionalmente legítimo” y por eso “no somos los demócratas quienes tenemos que mover pieza ni cambiar nuestra posición”, recordando además que las Cortes acaban de aprobar una reforma de la Ley de Régimen Electoral General cuyo cometido es precisamente “impedir que quienes amparan la violencia estén en los órganos democráticos del Estado”, reforma que se prevé esté en vigor antes de las próximas elecciones locales.   Decía Groucho Marx que jamás admitiría ser parte de un club que le admitiera como miembro. Aun aborreciendo la violencia.

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