Los responsables de la aplicación de inteligencia artificial DoNotPay, que prometía convertirse en un auténtico «abogado robot» a operar en los tribunales estadounidenses, han anunciado el abandono en su debut ante los juzgados. Al margen de los impedimentos procesales para su actuación según la legislación norteamericana, su funcionamiento y resultados han sido más que decepcionantes.
El anuncio de la suspensión de DoNotPay en un juicio civil y la retirada definitiva de su oferta en áreas del derecho como las que afectan a consumidores, acuerdos de divorcio y demandas de difamación coinciden con el análisis del funcionamiento de la aplicación en esos mismos campos jurídicos por asesores legales de carne y hueso. Estos pudieron comprobar que los textos generados por el programa no contenían ningún tipo de análisis, adoleciendo además de graves errores y descuidos de redacción, no ofreciendo los resultados prometidos.
Sostenía Luis Zarraluqui Sánchez-Eznarriaga en su libro Con la venia o sin ella (La Esfera de los Libros, 2001) que el abogado no se hace sino que nace. Y parece que esto sirve también al postmoderno abogado tecnológico.
Según el prestigioso matrimonialista, la oratoria, la redacción coherente y las técnicas de convicción son precisamente eso, técnicas que se pueden aprender a poco que se ponga empeño. El trabajo jurisprudencial y el estudio de la ley material son labores en el que la tecnología supone una ayuda inestimable. Sin embargo, la capacidad de discusión, el escepticismo frente a todo dogma, la curiosidad y, en definitiva, el espíritu litigante, son cualidades innatas frente a las que la técnica más depurada aprendida y la compilación de datos resultan inútiles. De ahí que se trate de una profesión vocacional. Un abogado técnico carente de estímulo natural al litigio es como San Manuel Bueno, un cura ateo.
Más allá de la destreza profesional, la configuración del letrado como simple colaborador de la Administración de Justicia ha acabado con su prestigio profesional. Si su ilusión sobrevive a todos los obstáculos con los que se enfrenta en el día a día, se dará cuenta que sólo la libertad política y la acción humana destinada a su consecución —la república constitucional— conseguirán la dignificación de la profesión. Y, por fin, abogará como miembro de pleno derecho de la jurisdicción mediante su participación en el cuerpo electoral de la Justicia independiente y separada en origen con voz y voto en los designios de la matrona de la balanza.
Resulta imprescindible en estos tiempos de recorte del derecho a la tutela judicial y de progresiva administrativización de la Justicia que existan jueces, fiscales profesores de derecho y abogados que desde su posición individual creen opinión pública denunciando a los gobiernos para que abandonen el paulatino recorte del derecho a la defensa bajo excusa de razones de eficiencia tecnológica.
Y digo desde su posición individual porque colectivamente nada se puede esperar de quienes institucionalmente asumen gustosamente su rol en el Estado de poderes inseparados. Serán principalmente los jueces y fiscales situados más abajo en el escalafón, sin contaminar aún por la parasindicalización judicial, las escasas cátedras rebeldes y los abogados no inmiscuidos en la mal llamada «vida colegial» factores clave de la movilización para la acción constituyente que separe en origen la Justicia.
Entre todos los operadores jurídicos actualmente la abogacía es la mejor habilitada para la denuncia y acción contra la inseparación por no estar considerada miembro de pleno derecho de la jurisdicción, sino que, junto con la procura, se define como mero colaborador necesario de la misma. Aún con los actuales lazos de dependencia colegiales, el margen de maniobra para la rebeldía es tremendamente superior a los restantes colectivos implicados en la vida judicial.
La integración de abogados y procuradores en la facultad jurisdiccional del Estado como miembros de pleno derecho se alcanza formando parte del cuerpo electoral separado que elija al Consejo de Justicia, lo que debe funcionar como motor e incentivo a una inexcusable responsabilidad replicante ante el actual estado de cosas.