Llanto (foto: Hamed Masoumi) Duelos y fatalidades No es extraño que arraigue el fatalismo histórico en un país expuesto a la brutalidad expansionista de sus vecinos, y resignado a ser objeto de reparto internacional o a convertirse en un protectorado o satélite de las potencias continentales. El accidente aéreo que ha provocado la muerte de las principales autoridades polacas cuando se disponían a exorcizar el espíritu de Katyn parece confirmar una especie de destino trágico. Pero a menos que se caiga en el ensueño nacionalista –tan proclive al victimismo-, no hay razón para creer en una esencia sufriente de Polonia. El dolor que no sienten las naciones pero que se ceba con los seres humanos consiste en la desgarradora tristeza que nos provoca la desaparición de las personas que queremos o nos importan. Los poetas que interpretaron la naturaleza trágica del hombre (único animal que se sabe efímero) no se andaban por las ramas del consuelo: “Lo mejor es no nacer; / pero, si esto sucede, / regresar allí de donde venimos / cuanto antes” “¿Y tú lloras a un hombre mortal, porque ha muerto, / cuando no sabes si el futuro le iba a traer ganancia?”. Para los familiares y amigos del muerto los llantos y gestos de dolor constituyen una catarsis para el inmenso sufrimiento que comporta la pérdida de un ser querido. Las plañideras contribuían (quizá sigan haciéndolo en algunas zonas rurales) con sus llantos a hacer común la pena privada, que si es compartida, es menos penosa. En situaciones extraordinarias (un terremoto, una matanza perpetrada por terroristas, una catástrofe aérea, etc.) el duelo colectivo, más allá de su función ritual, expresa una pena compartida que brota espontáneamente. El azar es ingobernable; ni los hombres más poderosos son capaces de sortear la aciaga fortuna. La muerte profana los cuerpos más sagrados, trastornando el mundo y dando paso a la transgresión o a los mayores sacrilegios: en ciertos pueblos de Oceanía, mientras el cadáver del rey es presa de la descomposición, la sociedad entera se sumía en la violencia. La barrera que no había protegido la vida del rey ante la virulencia de la muerte, tampoco podía oponerse a los excesos que ponen en peligro el orden social, a la irrupción de la licencia. Ante lo irremediable, hallamos en la religión una fuente de resignación y esperanza, y en la filosofía la serenidad que promete el dominio de la razón sobre nuestras pasiones y sentimientos: sólo lo que ha de vivir muere o no morimos por estar enfermos sino por estar vivos, y el pensamiento de la muerte suscita un empeño en vivir más profunda y plenamente. Horacio proclamaba que las oraciones fúnebres inmortalizan, ya que “constantemente renuevan la fama de los hombres buenos”. Así, Emerson pudo decir en el elogio funeral de su amigo: “donde exista conocimiento, donde haya virtud y belleza, allí tiene Thoreau su propia casa”.