Londres (foto: Manuel Salvador) Dos Naciones Nadia Krupskaia y Vladimiro Ulianov, su esposo, pasean por las calles húmedas de Londres. En pocos metros pasan de las amplias avenidas que trazan la zona señorial a las barriadas de hacinadas casas emigrantes y trabajadoras. La Krupskaia recordó siempre que Lenin, mientras aquel contraste estremecía sus mentes, repetía una y otra vez: dos naciones, dos naciones… Las diferencias apreciables en la cara de las ciudades siguen siendo grandes y muchas veces enormes, pero el prejuicio isonómico que la demagogia tiránica ha impuesto y el relativo bienestar de los más pobres, han atenuado la lucha por la igualdad de condiciones y oportunidades materiales. Además, es más naturalmente soportable la desigualdad económica que la política. En la primera es intolerable el sufrimiento de cualquiera y no así, como decimos, las profundas distancias existentes entre individuos. La segunda destruye por completo el alma de quien la ignora, de quien la padece sin combatirla, de quien se somete tras la lucha; cualquier diferencia es dolor. Se diría que puede aplicarse a la libertad política aquel o todos o ninguno de Brecht. La propiedad de los medios de producción, más o menos cambiante, hace laxo el concepto de clase económica, pero el diseño institucional de esta dictadura de partidos, instaura una división férrea en clases políticas de la nación. El poder simbólico no existe. Cuando se dice, el tal poder o es tan fiero como cualquier otro, o enmascara como un vulgar fantoche al verdadero, participando a su vez en él. Si la historia ha condenado a los españoles a formar parte de una nación que somete al noventa y nueve por ciento de sus naturales a la esclavitud política, cambiemos su curso. Si nuestra simbólica monarquía oculta la existencia de una nación partida en dos, la república reestablecerá la de una sola, aquella que forman los libres.