Debido a cierta deformación profesional, desde el principio me he interesado por todo aquello que los indignados tuvieran que decir sobre la educación pública española y su sistema de enseñanza. Para aquellos que no lo recuerden, la atención prestada es más bien exigua, y sus miras de escasísimo vuelo. En la propuesta número cuatro, la dedicada un poco rimbombantemente a los llamados servicios públicos de calidad, hay dos apartados -el tercero y el cuarto- que hablan de la contratación de más profesores para disminuir la ratio de alumnos por aula y de reducir el coste de la matrícula universitaria. Comprenderá el lector mi escepticismo y suspicacia ante semejante parto montañés, y máxime cuando estas propuestas forman parte de una vieja consigna que ha llevado hasta el desastre que todos conocemos el sistema de enseñanza español. Porque, en realidad, no me preocupa tanto la mediocridad de las pretensiones que la spanish revolution demuestra en materia educativa o el pobre asesoramiento de sus conspicuos redactores, cuanto el más que sospechoso e inquietante empeño por transformar el problema, que es cualitativo, en una cuestión meramente cuantitativa; labor esta que, desde que los primeros índices de fracaso de la reforma de los años noventa se hiciesen públicos, sus más furibundos adalides han llevado a cabo con especial dedicación. Dos más dos igual a cuatro. O lo que es lo mismo: el movimiento de ciudadanos independientes que han ocupado las plazas de las principales ciudades del país, ni es ciudadano ni es independiente. Y en estos dos puntos dedicados a la enseñanza está la prueba definitiva. Porque, si bien las otras propuestas de regeneración también apuntan a una serie de reformas que poseen un marcado carácter intervencionista y estatalista que las hace ser hijas del llamado pensamiento de izquierdas, todas ellas pueden ser explicadas, si nos ponemos condescendientes, a partir de esa constante histórica que, desde hace dos siglos, convierte a las sociedades en crisis en carne de cañón de las utopías de la igualdad social y la tutela de Papá Estado. Es decir: pura ignorancia política, pura intemperancia intelectual. Ahora bien, el hecho de que, cuando se aborde la cuestión educativa, se recurra a soluciones tan poco instintivas como la ratio de alumnos o la falta de apoyos -pues cualquiera que tenga ojos para ver y oídos para escuchar sabe perfectamente que la almendra del problema es otra bien distinta; y para eso no es necesario ser un experto en la materia-, nos sugiere que, en efecto, algo olía desde el principio a podrido en Dinamarca. Por si el lector desconoce este dato, le diré que siempre ha sido un lugar común, en el discurso de los sindicatos y de los partidos políticos de izquierda, evitar cualquier responsabilidad, salirse por la tangente y culpar de todos los males de la enseñanza pública a la escasa financiación de la misma y a cuestiones coyunturales como el número de alumnos por clase. Cuestiones estas, por supuesto, que no sólo evaden sino que ocultan el verdadero problema; a saber: la enseñanza española, con su estructura delirante, su ardoroso rousseaunismo y su sistema de promoción laminador de conciencias, es el campo de experimentación que los ingenieros sociales de la nueva/vieja pedagogía han puesto al servicio de un régimen político y un sistema productivo que ha convertido a España en un país de putas, albañiles en paro y eternos aspirantes a funcionarios. El gatopardiano principio, que dice que hace falta que algo cambie para que todo siga igual, empieza a cobrar especial significación estas últimas semanas. En los municipios, por ejemplo, donde algunas siglas políticas ya se están subiendo al carro de las asambleas ciudadanas, esto ya es un hecho fácilmente constatable -en algunos de ellos me consta incluso que los concejales del PSOE, recién desalojados de los ayuntamientos, asisten religiosamente a cada una de las reuniones semanales-. Por ello, no hay que ser un lince para unir cabos y empezar a pensar que quizá todo este barullo no sea más que la cortina de humo que ha ideado un régimen en apuros, y que, más allá de la ignorancia o la ingenuidad de quienes han promovido las movilizaciones, existen intereses que se ocultan tras las instituciones más inamovibles del chiringuito.