Ante el resurgimiento del comunismo y el fascismo que anuncia doña Esperanza Aguirre (“el miedo a perder el trabajo lleva a olvidarse de la libertad, y seguir a líderes populistas y liberticidas. Ha ocurrido en el pasado y puede volver a ocurrir”), contamos con el baluarte de la derecha estatal, que “siempre va a defender la primacía de las personas sobre el Estado”, pero no la de los ciudadanos sobre la partidocracia, por supuesto, sino la de los propietarios inmersos en el capitalismo popular frente a un Estado que debe limitar su intervención a la vigilancia y regulación de la competencia mercantil.   Esas recetas ideológicas son de ardua aplicación en un país cuya tradición ha consistido, precisamente, en desestimar la concurrencia económica para adquirir riquezas en el mercado político, y en despreciar la aptitud profesional para buscar seguridad en el mercado burocrático de oposiciones y concursos a los empleos estatales. No tiene sentido aventurarse en inciertas empresas de competencia con los demás cuando se puede prescindir del mercado gracias al tráfico de influencias y al monopolio de la concesión administrativa.   Margaret Thatcher decía que la gran reforma del siglo XIX fue conceder a más personas el derecho de voto y la del XX extender el derecho de propiedad. Después de abandonar la ilusión de una sociedad sin clases y de un largo proceso de aburguesamiento, la de una sola clase tendría dos categorías de propietarios: actuales y potenciales. Esa sociedad de “propietarios” era algo deseable para los precursores de la democracia en América, pero éstos tuvieron el buen sentido, en oposición a los liberales, de limitar la propiedad de grandes medios de producción para no privar a nadie de independencia económica, porque “la dependencia engendra servilismo y banalidad, sofoca el germen de la virtud y prepara las herramientas adecuadas para los designios de la ambición” (Jefferson).   Aunque su idolatrada Dama de Hierro preconizase “el poder para el pueblo” en forma de bienes privatizados, doña Esperanza sabe que éstos no pasan al mercado de la libre competencia, sino a los oligopolios financieros, industriales y mediáticos que se agrupan en torno al partido estatal que gobierne; por eso, sigue manteniendo su poder discrecional sobre las 58 empresas públicas con las que cuenta la Comunidad de Madrid.   Esperanza Aguirre (foto: Chesi – Fotos CC)

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