Para mí aprehender el concepto de libertad política colectiva y todo lo que ello conlleva fue como tomarme la pastillita roja de la película Matrix: una vez que das el paso ya no hay vuelta atrás. Y a partir de ese momento vislumbras lo que hay entre bambalinas, dándote cuenta de que lo que antes llamabas realidad es tan solo un elaborado escenario. Ahora sabes que de cartón piedra. Y lo ves todo de otra manera. En los discursos políticos escuchas las palabras detrás de la verborrea. Observas como las instituciones están cimentadas en terreno cenagoso. Y así con todo.
Es una sensación estupenda. Te sientes en la cima del mundo. Vas un paso por delante. Continúas sometido al régimen, por supuesto. Te siguen queriendo engañar. ¡Pero ahora ya lo sabes! Por lo tanto, tu nivel de consciencia aumenta.
Y ahí está la trampa. Porque con tus nuevos ojos y tu cerebro, aún más pensante si cabe, tienes que derribar todo aquello que habías construido. Sabéis de lo que hablo. También os ha pasado.
A nivel personal, ahora mismo me encuentro inmersa en las distopías del siglo XX. Y, siguiendo esa estela, acabo de releer Nosotros (Yevgueni Zamiatin, 1920), 1984 (George Orwell, 1948-49) y Un mundo feliz (Aldous Huxley, 1932); lecturas que, por otra parte, recomiendo fervientemente.
La diferencia estriba en que los ojos que las veían y el cerebro que las procesaba ya no son los mismos que cuando era adolescente. Ahora, después de la pastillita de Matrix, después de García-Trevijano, después de haber «espiado» tras el decorado, la cosa cambia.
Ésos y otros libros eran para mí distopías amables. Me asustaban igual que una mala (y buena a la vez) película de terror de serie B. Sabía que nada de aquello era cierto, tan sólo ficción. ¡Qué locura imaginar un mundo, una sociedad, una vida así!
Ay, amigos, qué equivocación. Porque cuando miras con ojos que ven, te das cuenta de que esos autores eran auténticos visionarios. Casi un siglo después, el Gran Hermano nos vigila más que nunca.
Sé que muchos han alertado en tesis, artículos, simposios y publicaciones en general sobre las similitudes entre la realidad y dichas ficciones. Pero lo que a mí más me alarma es el tema de la gestión de la oposición al partido. En el caso de la novela de Orwell, por ejemplo, el máximo dirigente del superestado totalitario que les gobierna, el Gran Hermano, persona que nadie conoce y que nadie sabe ni siquiera si existe, tiene su némesis en la figura de Emmanuel Goldstein.
Cuanto más amas al partido más odias a Goldstein y viceversa. Spoiler alert: al final, la figura de Goldstein, antítesis del Gran Hermano, quien rompió con el partido a pesar de ser uno de sus fundadores y que aglutina en torno a sí a todos los detractores de la doctrina oficial, resulta ser una herramienta propagandística al servicio del poder establecido, creada y utilizada como chivo expiatorio para tapar todos los errores y fallos del mismo.
Pues bien, ahí es donde entra la nueva visión con el «modo Matrix». Yo ahora en personajes como Ayuso, Iglesias, Abascal o Errejón no veo más que apéndices del mismo ser, del ente partidocrático y omnipresente, el que necesita exacerbar los sentimientos de amor y odio de los ciudadanos para continuar retroalimentándose y mantener el statu quo. «Vota libertad, que llegan los rojos», «uníos proletarios, que el fascismo nos acecha». Y funciona. Porque entonces la nación, sin políticos que la representen, vota en masa movida por emociones, siempre negativas: miedo, ira… Parece que no hay opción. Si estás con ellos estás contra nosotros. Y así continúa perpetuándose un régimen corrupto y podrido, del cual no parece posible escapar. Y la solución, dejar de votar y de alimentar con nuestras pasiones la rueda que nos aplasta, parece que no entra en las cabezas de la mayoría de nuestros coetáneos. ¡Y sería tan fácil! Pero así ejercen su control. Manejan hasta a los más acérrimos (y mal llamados) antisistema.
Yo veo poca diferencia entre las manifestaciones de unos y otros. Todos son marionetas al servicio de sus amos. Lo muestran sin tapujos en sus amistosas charlas televisadas antes y después de entrar al Congreso, en el que se despellejan y nos asustan; donde van a leer su guión y a representar su papel.
A mí ahora se me amargan las cañas: no puedo sentarme en una terraza sin pensar que «ellos» están en la mesa de al lado, riéndose de nosotros. Y apuntando las suyas en nuestra cuenta…
¡Fantástico artículo!
Estupenda reflexión Eugenia, la comparto. Y me alegro mucho de que haya una mujer entre los colaboradores del diario. Hay que seguir con esta labor. Gracias.