Disidencia es, según el significado que nos señala el diccionario de la Real Academia Española de la Lengua, «la acción y el efecto de disidir» y, sobre esta palabra, disidencia, nos dice, «separarse de la común doctrina, creencia o conducta». No hay que confundir, pues, el significado de este vocablo con el de disentir que, según el mismo manual, nos revela la enorme diferencia entre uno y otro: «No ajustarse al sentir o parecer de alguien». Y pone como ejemplo «disiento de tu opinión». Pero sin separarse un ápice de la creencia o doctrina común.
El Estado de partidos tiene como savia y alimento el disentimiento, la distinta opinión, necesaria para su continuidad. Podemos colegir, por tanto, que tal concepto no entra en colisión con el eslogan, millones de veces repetido, del «consenso que nos trajo la democracia», sino que es la forma de participación y sumisión al sistema bajo la pátina de la pluralidad, lo que, en regímenes sin libertad política, como es el caso de los países que integran la Unión Europea, da como resultado la subordinación de la nación al Estado mediante la manipulación y la confusión en los conceptos, haciendo pasar al uno por el otro. No es lo mismo disentir que disidir.
La subordinación de las masas al Estado no es algo que nos pueda sorprender a día de hoy, ya que el siglo XX nos queda aún muy cerca y fue el siglo de los totalitarismos y, con ellos, el siglo del exterminio sistemático y la limpieza étnica. Pero detengámonos un momento, porque hay palabras que a fuer de repetidas se banalizan, decayendo su significado. Así, volvamos al diccionario de la RAE, que define el totalitarismo de la siguiente manera: «Doctrina y regímenes políticos, desarrollados durante el siglo XX, en los que el Estado concentra todos los poderes en un partido único y controla coactivamente las relaciones sociales bajo una sola ideología oficial».
El siglo en el que tomaron forma las ideologías —falsas todas, por su pretensión de universalidad, y perversas, en tanto que su motor principal es el odio— dio como resultado el Estado Total. Sugerente pastel en la puerta de la escuela de la ambición de poder, nada más y nada menos que el de la conquista del Estado.
El triunfo del Estado Total se da en el Estado de partidos, la mutación ha sido un éxito. Son los poderes ejecutivos de estos Estados los que concentran todo el poder, todos los poderes del Estado. El método de integración consiste ahora en la identificación ideológica de los mal llamados electores con los diferentes partidos que, como en los totalitarismos, son partidos dentro del Estado y, la disensión con el ganador, como apariencia de democracia, como un palimpsesto de la representación y el control ciudadano del poder.
No nos ha de extrañar, por tanto, que surjan partidos como setas después de un buen chaparrón. El objetivo no es otro que la consecución de un trozo del codiciado pastel. Así, hemos visto nacer partidos que los tertuliantes del régimen califican como antisistema porque tienen apariencia de disidentes. Pero que en absoluto lo son.
Se trata de la gran paradoja política de la partidocracia, pedir el voto a un partido antisistema que es parte integrante del sistema y que, además, alienta a la participación masiva, para que dentro del sistema se realicen los cambios profundos que dicen querer realizar, pero siempre dentro del sistema. O lo que es lo mismo, lanzarse como glotones sobre el dulce néctar del reparto del botín del Estado.
El Estado de partidos es el régimen distópico que anula y constriñe al ciudadano con la aquiescencia de éste; el engaño perfecto, todo apariencia, metaverso. Para eso ha creado una nueva versión del Estado asistencial, el de los derechos otorgados y la redacción de leyes que no parten de la necesidad ciudadana ni de su iniciativa, sino que son palabras dirigidas al viento ideológico de la servidumbre voluntaria y que el propio Estado fomenta.
El Estado de partidos genera las corrientes de pensamiento necesarias para su sostenimiento y éstas suelen tener dos o más premisas enfrentadas para dotar de verosimilitud a la falsedad, no sólo de sus postulados, sino de sus agentes emisores.
La partidocracia engendra su propia disensión, una falsa desavenencia que se define a sí misma como el Estado contra el Estado. Pero proscribe la disidencia, porque el disidente no acude a votar.