Con la habitual y deplorable técnica de adelantar el resultado del fallo demorando el texto íntegro de la sentencia, el Tribunal Supremo ha anunciado la desestimación de los recursos contencioso administrativos de PP y Vox contra la designación de Dña. Dolores Delgado como fiscal general del Estado.
El motivo de la desestimación, ha anunciado el alto tribunal, no es de fondo, negándose a entrar en las razones esgrimidas por los partidos demandantes, sino de falta de legitimación activa al considerar que se trata de un nombramiento discrecional del Gobierno.
Sin entrar tampoco sobre el fondo, esta resolución nos sirve como reconocimiento explícito de la dependencia de la Fiscalía del poder político.
La cuestión es de suma gravedad en tanto que el ordenamiento jurídico español define al fiscal como neutral defensor del interés público, no como mero acusador. Al contrario que en el sistema norteamericano, en el que se configura como actor penal (el estado de Arkansas contra el ciudadano Smith, por ejemplo), en España su estatuto orgánico le obliga a mantenerse en el fiel de la balanza, siendo su deber, si se aprecian circunstancias que objetivizan la inocencia del reo o la atenúan, ponerlas de manifiesto en el proceso e interesar su libre absolución o la menor penalidad. Tal función de arbitrio en el derecho público, en puridad, se distingue tan sólo de la del juez por la ausencia de capacidad dirimente y ejecutiva, sin que resida en el fiscal potestas jurisdiccional, situándolo en estrados como parte procesal.
Sin embargo, y como ahora va a reconocer el Tribunal Supremo en papel de oficio, tal función de garante imparcial es imposible por la estructura jerárquica de su organización, con una cúspide en la que se sitúa un fiscal general del Estado designado por el presidente del Gobierno en su plena facultad decisoria. Por tanto, a nadie debiera extrañar que tal puesto sea inevitablemente ocupado por personas dóciles a la voluntad gubernamental y que luego transmita a sus inferiores las órdenes oportunas para el posicionamiento de quien debiera ser imparcial postulante, que se convierte de esta forma en auténtica marioneta de la voluntad política suprema. La labor del fiscal se confunde así con la del abogado del Estado.
Pero ahí no queda la cosa. Si ya las circulares, instrucciones, consultas y el régimen disciplinario de la Fiscalía General del Estado ponen coto a la actuación de los fiscales, es directamente el Ministerio de Justicia quien determina su movilidad geográfica y nombra a tenientes fiscales y fiscales jefe, cúpula y enlace en las distintas demarcaciones territoriales y órganos jurisdiccionales colegiados. A ello obedece, por ejemplo, que sea en el Consejo de Ministros, a propuesta del titular de Justicia y por iniciativa del fiscal general del Estado, donde se aprueben los correspondientes reales decretos designando tenientes fiscales y fiscales jefes de los distintos Tribunales Superiores de Justicia, Audiencias Provinciales y resto de órganos superiores.
Así, difícilmente puede sostenerse la función de garante independiente del Ministerio Público, en la que el Gobierno se apoya para sostener su propuesta de reforma de la Ley de Enjuiciamiento Criminal, que pretende sustraer la instrucción de las causas penales a los jueces para entregarla a la Fiscalía, dotándola de facultad jurisdiccional para investigar los hechos de trascendencia penal. Mucho peligro.