La dependencia de la Justicia del poder político se hace sentir con mayor intensidad en el orden jurisdiccional contencioso-administrativo dado que a su dependencia orgánica se suma la naturaleza de la materia a resolver. Que la justicia sea justa es dudoso, pero que es administración es indiscutible.
Máxime cuando la triplicidad administrativa del Estado autonómico subraya la necesidad del control judicial de una burocracia que inunda las parcelas más importantes de la acción humana, desde la económica hasta la familiar. La garantía de ese control no sólo debe alcanzar a la ciudadanía, sino también controlar las relaciones recíprocas de las distintas administraciones en los conflictos que entre ellas surjan, lo que por su multiplicidad eleva exponencialmente la posibilidad de litigio, sobre todo de orden competencial.
Mientras la organización de la autoridad estatal de juzgar y hacer cumplir lo juzgado dependa económica y funcionalmente de un Ministerio de Justicia o de unas consejerías de Justicia en los casos de competencia transferida, la propia administración será juez y parte en todos y cada uno de los asuntos que se solventen en vía contencioso-administrativa.
Si además el Consejo General del Poder Judicial elegido por la clase política designa el escalafón y destino de los jueces y magistrados de ese orden jurisdiccional, como ocurre en los restantes, nos seguiremos moviendo en el terreno del como si existiera una independencia judicial imposible donde sólo hay división de funciones de un único poder.
Motivos de interés y orden público guían así las resoluciones contencioso-administrativas con consideraciones de oportunidad, alcance económico o político del asunto a resolver como premisas para decidir sobre la juridicidad de actos administrativos y normas emanadas de las distintas administraciones públicas. La razón de Estado elevada al estrado, con toga, chapa y puñetas.
La independencia judicial del orden contencioso es idéntica al de las antiguas Magistraturas de Trabajo franquistas, que fuera de la jurisdicción y sin ser verdaderos tribunales, se encargaban de aplicar la normativa laboral del régimen en los conflictos surgidos en las relaciones de trabajo entre patronos y obreros mediante una actuación administrativa paternalista, que se declaraba así misma protectora de los importantes intereses en juego.