Hace unos años sufrí una avería en el coche. Al ir a recogerlo al taller el mecánico, con cierto aire despectivo y mucha suficiencia, comenzó a hablarme sobre bielas y cuerpos de mariposa, perdiendo la paciencia ante mi incomprensión. Mi impotencia y una mezcla de indignación e ignorancia hicieron que exclamase de forma airada: «¡Bueno, pues usted no sabe lo que es un litisconsorcio pasivo necesario!».
Eso bastó para callarle puesto que efectivamente el hombre no sabía que en el transcurso de un procedimiento judicial, tal y como nos dice la Ley de Enjuiciamiento Civil, cuando por razón de lo que sea objeto del juicio la tutela jurisdiccional solicitada sólo pueda hacerse efectiva frente a varios sujetos conjuntamente considerados, todos ellos habrán de ser demandados como litisconsortes. Es decir, a veces es obligatorio demandar a varias personas a la vez.
Al igual que yo no poseo los más mínimos rudimentos sobre automóviles, más allá de saber que tengo que llenar el depósito de gasolina de vez en cuando, era injusto pensar que mi mecánico poseyese nociones de derecho procesal (cada cual conoce su métier, a fin de cuentas).
Pero parece que la clase política asume que todos somos politólogos y juristas, que estamos al tanto de todas las reformas legislativas —cada vez más frecuentes— y que poco menos que revisamos el B.O.E. a diario durante el desayuno. O eso o, sabiendo que no es así, se jactan de cometer sus desmanes y tropelías a ojos vistas, cual trileros de feria.
Una de ellas me irrita últimamente de forma concreta. Se me clava en el cerebro como una astilla. Se trata de la desfachatez del Gobierno cuando legisla de forma indiscriminada y flagrante al amparo de la Carta Otorgada de 1978, conocida por todos y aceptada por muchos como Constitución Española (CE).
Voy a explicarlo de forma muy simple, de la misma manera que me hubiese gustado que me lo explicaran a mí en el taller, sin tecnicismos y al alcance de todos: médicos, barrenderos, amas de casa, ingenieros… La cuestión es la siguiente:
Aunque la mal llamada Constitución establece una división de funciones, según la cual el poder legislativo crea las normas y el ejecutivo ostenta la facultad de ejecutarlas, la realidad es que todos los Gobiernos presentes y pasados, e inevitablemente lo harán los futuros, usan y abusan de una figura, la de los decretos leyes, para saltarse a la torera de manera fácil y rápida las pocas barreras que, por lo menos sobre el papel, se crearon para evitar estos desmanes.
Según el artículo 86 CE, se establece lo siguiente:
Diseccionemos la figura del decreto ley
Lo primero de todo, recordad que el decreto ley fue la forma habitual de legislar en la dictadura de Primo de Rivera.
Se trata de una facultad propia del Gobierno, ya que el otro supuesto constitucional en el que éste puede dictar normas con rango de ley, el decreto legislativo, es facultad de las Cortes, que realizan la delegación.
Es «de extraordinaria y urgente necesidad». Bien clarito lo pone. Y aun así se crean decretos leyes de forma habitual. De hecho, es la manera más frecuente de engrosar nuestros ya abultados códigos. El Gobierno ni siquiera necesita tener mayoría absoluta en el Congreso. El propio Tribunal Constitucional, pese a ser un órgano al servicio del poder ejecutivo, puesto que de forma directa o indirecta es quien elige a sus magistrados, ha alertado en varias ocasiones sobre ésta malversación. Tibiamente, eso sí.
De hecho sólo en dos ocasiones (STC 68/2007 y 137/2011) ha declarado la inconstitucionalidad de un decreto ley (el Real Decreto Ley 5/2002, de 24 de mayo, de medidas urgentes para la reforma del sistema de protección por desempleo y mejora de la ocupabilidad y Real Decreto Ley 4/2000, de 23 de junio, de medidas urgentes de liberalización en el sector inmobiliario y transportes), por falta del presupuesto habilitante, al entender que no concurría una situación de extraordinaria y urgente necesidad.
En cambio, en otras, como la STC 6/1983, nos dice claramente el propio Constitucional que las circunstancias que justifiquen un decreto ley han de entenderse como necesidad relativa respecto de situaciones concretas de los objetivos gubernamentales que, por razones difíciles de prever, requieren una acción normativa inmediata en un plazo más breve que el requerido por vía normal o por el procedimiento de urgencia para la tramitación parlamentaria de las leyes.
En la STC 29/1987 el Tribunal Constitucional reconoce el «juicio puramente político» del Gobierno, al que incumbe la dirección política del Estado, para la apreciación de la concurrencia de tales circunstancias.
En la STC 182/1997 se habla de que el control que compete al Tribunal Constitucional en este punto es un control externo, esto es, que debe verificar, pero no sustituir, el juicio político o de oportunidad que corresponde al Gobierno y al Congreso de los Diputados en el ejercicio de la función de control parlamentario.
Todo esto nos está indicando que, al igual que los presupuestos generales de las Cortes, que son propuestos y aprobados por las mismas, la figura del decreto ley es fruto de una endogamia en la que el propio ejecutivo legisla (perfecto oxímoron) y, con el beneplácito del poder judicial, controla casi por completo sus propios límites.
Somos víctimas de los trileros; la mano es más rápida que el ojo. Y en esta partidocracia, en la cual el poder ejecutivo continúa fagocitando al resto, el Gobierno es más rápido que la ley.