Normalidad (foto: Patricio) De lo uno a lo otro “Khlestakov [un personaje de Gogol], cuando mintió, por lo menos tenía miedo de que le echasen del salón. Los Khlestakovs modernos no le tienen miedo a nada y mienten con perfecta tranquilidad. Hoy día todo el mundo goza de perfecta tranquilidad mental: están en calma y tal vez incluso son felices. Es dudoso que alguien se rinda cuentas a sí mismo; todos actúan “simplemente”, y esto ya es la felicidad completa” (Dostoievski, 1876). La mentira se ha normalizado, y atraviesa todo tipo de cuerpos, el político y el artístico desde luego. Aunque la mentalidad del “esclavo feliz” pueda ser común a nuestro mundo y al que retrataba Dostoievski, nosotros vivimos una época en la que el culto de lo anómalo ha sobrepasado con mucho el límite de lo admisible para el gusto en el caso del arte, y para la decencia en la política. Paradójicamente, uno de los factores principales que impiden la emergencia de un verdadero sistema político democrático es la percepción acrítica de que vivimos en la normalidad, con alguna anormalidad, eso sí, pero en la normalidad al fin y al cabo. La esperanza de un cambio político genuino se basa en que aquellos que perciben la aplastante mendacidad del régimen empiecen a toparse con propuestas sensibles y lógicas, pero radicales, de renovación. Siempre hay que contar con que un segmento altísimo de la población preferirá la normalidad actual que cualquier otra anormalidad, por más que lo actual sea, lógica y moralmente hablando, anormal. Mejor dicho, subnormal. En el arte se está pidiendo un cambio profundo que, sin ser reaccionario (pues tal cosa conlleva la ausencia de una percepción aguda de lo presente), permita transcender el afán individualista de resplandecer. La exploración personal siempre tiene un sentido, agudizado en los primeros dos tercios del siglo XX debido a la tremenda crisis de valores de la civilización occidental tras las dos grandes guerras. Pero esta trayectoria va perdiendo ostensiblemente su sentido cada año que pasa. Tal cosa se percibe en el contraste que existe entre la filosofía radicalmente subjetivista de la deconstrucción en el último tercio del siglo pasado (p. ej. Derrida), que quiso partir de la experiencia poética, y la propia experiencia poética a la que hacía referencia (p. ej. Antonin Artaud). En política, sobra decir que ya nadie tiene miedo a que le echen del salón. La menos miedosa y la más peligrosa tal vez sea la espectral Comisión europea, que hace lo que se antoja operando sin el más mínimo control ciudadano (“¿quién le ha votado a Ud.?”, le espetaba con claridad y contundencia Nigel Farage a van Rompuy * ). Claro está que también te pueden dar un buen puntapié en el trasero y expulsarte del suntuoso palacio partidocrático si desobedeces al Gran Jefe, como le sucedió a algún rebelde sin causa recientemente en el PP asturiano.