La mano de Washington sobre Wall Street por la noche (foto: ucouldguess) Cuentas con lo inmensurable La lengua inglesa realiza una distinción normativa entre los adjetivos much y many, traducidos ambos al español por “mucho, -cha”. Ésta depende del atributo de mensurabilidad del sustantivo al que se refieren —o al que sustituyen cuando funcionan como pronombres en algunas construcciones, especialmente interrogativos precedidos de how—. Así, “la distancia” o “el peso” son incontables, lo que obliga al empleo de much. Solamente es correcto usar many para referirse a “kilómetros” y “millas” o a “kilogramos” y “libras”. Semejante relación lingüística responde a una distinción conceptual de raíz. Es la convención humana lo que puede transcribir la naturaleza continua en paquetes discretos, mensurables o calibrables, e interrelacionados o interrelacionables (me refiero a la escala normal o cotidiana, no astronómica o subatómica, donde tropezamos con los límites lumínicos). Estos acuerdos tácitos suelen ser largamente perdurables, algunos incluso explícitamente inamovibles. Tal es el caso de las unidades de peso y de medida, que aunque pueden ser diversas según un sistema u otro —normalmente el internacional y el anglosajón— mantienen entre ellas relaciones invariables de cambio. Ello convierte su cálculo en algo objetivo. Que al medir una distancia en metros, o en la unidad que fuere, pudieran verse, en un plazo relativamente corto de tiempo, posteriormente mermados o elongados, resultaría absurdo, pues ello alteraría la longitud, convirtiéndola finalmente en inmensurable por instantáneamente relativa. Ni que decir tiene que sin el respeto a estas convenciones de las que hablamos, los logros tecnológicos que hoy nos acompañan hubieran sido imposibles. Llama poderosamente la atención que a la hora de medir el valor económico de ciertos bienes, aun tangibles, los patrones monetarios resulten efímeros. Parece que no pudiera permitirse o que no sería conveniente llegar a un acuerdo de estabilidad al respecto, siquiera revisable y reajustable cada cierto tiempo. Daría la impresión de que los precios siempre deben subir o las monedas perder continuamente su valor. En realidad, las mismas supuestas unidades de medida del valor son a su vez mercancías sujetas al juego de la oferta y la demanda: han de mermar en la inactividad de su simple atesoramiento para obligarse a comprar hoy los beneficios del mañana, habiendo rebasado en el frenesí el punto de los rendimientos decrecientes de la sociedad del mercado, llegando hasta a succionar su renovación demográfica. La puesta en marcha de cualquier negocio necesita financiación, y su eventual mantenimiento de una inversión, y ambas se nutren de una incierta transacción con el futuro para mantenerse en el presente, cual martirio prometeico que repercute con mayor intensidad en los eslabones más débiles de la cadena, que quedan a sus expensas con la obligación perenne de endeudarse para aspirar, a duras penas, a un modesto nivel de vida. La alianza entre banqueros y políticos, que a la mayoría de los comunes nos conduce a la ruina, también ha hipotecado el porvenir; pero carecemos de unidades fijas de medida que hagan evidentes la falsedad de sus cuentas económicas.