El asesinato por una alimaña humana de un niño de nueve años en Lardero ha disparado la habitual diarrea tertuliana de demagogia, «expertitud» (en términos carmencálvicos) y afirmaciones sentenciosas sobre la imperativa aplicación de la pena de prisión permanente revisable. Los catedráticos y catedráticas en todología salen por doquier se lea un digital, un periódico, se encienda una televisión o se escuche una radio. De las redes sociales, mejor no hablar.
Los malabarismos lingüísticos tanto de los tertulianos como de los partidos de Estado para no llamar por su nombre a la cadena perpetua son ridículos. Y todo para seguir el juego de la antipolítica, del consenso.
La pena de prisión permanente revisable se estableció mediante reforma del Código Penal para los delitos de terrorismo, magnicidio, asesinatos de menores de 16 años o discapacitados, y en aquellos producidos tras una agresión sexual sobre la víctima.
En síntesis, su ejecución consiste en que el penado cumpla una pena privativa de libertad mínima revisándose después su puesta en libertad dependiendo de la concurrencia de una serie de requisitos. Esta revisión se podrá realizar a petición del reo o de oficio por el Tribunal al menos una vez cada dos años. El límite mínimo de cumplimiento cuando se imponga esta pena oscila entre los 25 y los 35 años según las características del caso y nunca antes de lo previsto en la antigua redacción del Código Penal, como ya avanzara su promotor, el ínclito Ruiz-Gallardón.
La descoordinación entre ciudadanía, legisladores, encargados de dar cumplimiento a las leyes y quienes han de aplicarlas juzgando a sus conciudadanos, fruto de este sistema de de irrepresentación y poderes inseparados, consigue ahora la cuadratura del círculo: promover la cadena perpetua y su revisión a la vez excusando para ello la levedad de las penas privativas de libertad.
Mientras, mantiene un sistema punitivo que permite la acumulación de penas de forma que puedan superar el milenio en situaciones de concurso delictual, pero cuyo cumplimiento depende de una legislación penitenciaria que facilita que esos mismos reos alcancen situaciones de semilibertad en menos de quince años.
Control penitenciario de privilegios, régimen de cumplimiento y progresión en grado que, no olvidemos, queda en manos de la administración estatal o autonómica y sólo cuenta con el control judicial ex post por el Juez de Vigilancia Penitenciaria de esas previas decisiones burocráticas, dictadas al fin y al cabo por la misma clase política que promueve estas «brillantes» iniciativas.
Que la prisión sea permanente y revisable es una contradicción ajena a la lógica jurídica. Es como el alto fuego permanente, que lo es hasta que deja de serlo.
El porqué de tan peculiar y enrevesada técnica legislativa, cuando hubiera sido mucho más sencillo y coherente para la finalidad perseguida reformar el sistema de ejecución de la penas y beneficios penitenciarios, tiene una explicación muy sencilla: la resistencia de los ejecutivos estatal y autonómicos a desprenderse del control absoluto y utilidad coyuntural que le ofrece la plena competencia en materia penitenciaria modulando a su antojo el contenido de las resoluciones penales dictadas por la jurisdicción.
Y es que donde los juzgados y tribunales no se encargan de hacer cumplir lo juzgado no hay independencia de la Justicia.