Turbados por el desasosiego que provoca el conocimiento público de una minúscula porción de la corruptela institucionalizada, los prudentes varones del oligopolio editorial infunden calma a las conciencias ciudadanas, no procurándoles remedios groseramente tangibles, como impedir, atajar o castigar la corrupción con mecanismos democráticos, sino evasiones de la realidad, dulces anestesias y piadosos embaucamientos reformistas.   Insufriblemente gazmoños, confunden la tranquilidad con la esclerosis. Pastores de almas pacatas, aborrecen la valentía moral y la honestidad intelectual, únicas energías capaces de disolver la grumosa condescendencia ante la rapiña institucionalizada. Virtuosos fulleros, se las arreglan para componer un fantástico trampantojo: hacer pasar por interés general la abyecta seguridad de unos jerarcas ilegítimos. Megalomanía irrisoria, si no fuese tan peligrosa.   Refugiados en la estabilidad de la patria, vaporizan el ambiente con los narcóticos del sosiego y el miedo a la libertad. Tan solemnes trapacerías surten efecto en las asustadizas voluntades de un excesivo número de personas, con una formidable propensión a creerse los ponzoñosos embustes de los señores políticos. Lo previsible no escandaliza, confirma sospechas razonables, salvo para la acostumbrada caterva de fariseos que tiende a justificar la desbordante corrupción del “régimen demócrático”, porque éste nos proporciona el mísero consuelo de tener relativa noticia sobre aquélla. Se ventila así, la inquietud general, con la falsa coartada de que tenemos democracia.   No hay que soltar las bridas de la imaginación para inferir el sinfín de tropelías que propicia un poder máximo, sin diques que contengan su inclinación al atropello. Sólo es preciso hacer deducciones lógicas: cualidad humana que parece estar vedada a los animales políticos de la era partidocrática. Un Gobierno con una oposición testimonial o lealmente cómplice es el deseo que los políticos disfrazados de demócratas hicieron realidad con la Constitución que consagra la impunidad del poder político. A partir de esa jugada magistral de la truhanería política, lo que no se encamine a desbaratarla, no pasa de ser inútil o pueril.   Publicaciones españolas (foto: Lisérgico)

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