Francisco Camps, ex presidente de la Generalidad Valenciana Corruptos e idiotas La corrupción política, ese fenómeno que al Maestro le sorprendió que no apareciera antes en esta partidocracia, y así lo manifestó en una Clave de Balbín, no cesa porque a ningún beneficiario de la corrupción le interesa. Y, según parece, el electorado no castiga a los corruptos. Basta atender un rato a uno de esos programas televisivos que llaman debate, donde la diversidad se ciñe y concreta a partidarios de PP y PSOE, que se arrebatan entre sí la palabra aparentando tumulto, para darse cuenta de que ninguno condena la corrupción, sino al más corrupto; y, naturalmente, siempre hay uno más corrupto en el otro partido. Es bochornoso el espectáculo de esas pseudo-tertulias, donde nada se debate, sino que los intervinientes se limitan a repetir sin tregua las recetas que cada uno trae preparados. Una de esas argumentaciones, torpemente recurrente para defender a los políticos encartados en casos de corrupción es la presunción de inocencia. Quizás, y no me habría percatado hasta ahora, quienes de verdad ejercen en estos casos el control político nunca se han presentado a unas elecciones, no acuden a las ágoras políticas, ni expresan en ellas sus ideas; sino que han ganado una oposición y visten toga con puntillas. Razón por la cual alegar un principio propio del orden jurídico penal ante un acto de origen político, sea procedente en términos partidocráticos. En efecto, los políticos cuentan, aquí también, con alguna ventaja más que el resto de mortales. Sus actos han de estar sometidos al control parlamentario, y, en último extremo, mediante su reacción anticipada, el electorado debería castigar o premiar a esos políticos. La intervención de la justicia juzgando delitos cometidos por los políticos en el ejercicio de sus cargos, sin que el parlamento haya previamente reprobado tales actos o el electorado haya negado su voto a los corruptos, nos muestra bien a las claras dos hechos irrefutables: que el parlamento no controla y el electorado es indiferente a la corrupción de los propios. El electorado tiene viciada su voluntad política por el control partidista de los medios de información, con negación total o parcial de la libertad de información. Quizás la estructura oligárquica de los partidos de Estado, limite o niegue la libertad de los cargos electos sometidos a una férrea disciplina de partido, que impide el control parlamentario. Bajo la idea de disciplina de partido camufla el inconstitucional mandato imperativo de cada oligarquía partidista. Hoy, sin embargo, toca ser llano y directo, sin desdén ni menosprecio de filósofos, eruditos, ideólogos, estadistas, etc. Los parlamentarios no controlan la acción del gobierno, la apoyan ciegamente. Controlan a la oposición. El mundo al revés, efectivamente. El electorado vota a los suyos, y al elector medio le importa un bledo que los suyos sean santos o demonios, simplemente son los suyos. Con esta forma de gobierno y la base social sobre la que se sustenta, fomentada por unos medios de comunicación doctrinarios, lo reconozco; eso que llaman democracia y no lo es, tiene patente de corso para corromperse hasta pudrirse. La primera idea que quiero transmitir es que la clase política, en su conjunto, es corrupta. No se escapa ninguno, y el que no es corrupto, pero aplaude a los corruptos, es porque es un idiota encubridor. El régimen de poder oligárquico es de naturaleza corrupta porque sin mecanismos de control ciudadano del poder estatal, sin sociedad política, el único mediador entre Estado y sociedad es la corrupción. Esa idea de que hay muchos más políticos honrados que sinvergüenzas que se corrompen, es una mentira monumental. No es verdad; si fuera así, los honrados echarían a los corruptos a la primera noticia de corrupción, pero da la impresión de que, no sólo no les echan, sino que les protegen, hasta que el coste electoral de soportar la corrupción ponga en riesgo la permanencia del partido en el poder. Tanto les protegen y auxilian que invocan en su favor la presunción de inocencia (jurídica). Para eso no hacen falta parlamentos, ni comisiones de investigación. A los políticos no se les castiga políticamente con cinco años de cárcel (delito penal), sino cesándoles, reprobándoles, apartándoles de las responsabilidades, nombramientos, etc., es decir, se les deshabilita para la sociedad política por no haber hecho lo que debían, haber permitido hacer lo que no debían o no haber denunciado públicamente lo que debían haber denunciado. No hace falta que un político sea condenado como delincuente para mandarlo a su casa, si es condenado donde hay que mandarle es a la cárcel. Para mandarlo a casa basta con que simplemente parezca que ha sido deshonesto, mentiroso, cínico. Eso sería un juicio político. Lo del electorado tiene más miga. Profesa un sectarismo acrítico de extremada inmoralidad, una carencia absoluta de valores cívicos y ciudadanos. No se trata solo de la general ignorancia de los principios, valores, ideales y dogmas de la democracia, eso tiene su explicación histórica. La gran mayoría del electorado español actúa de forma tribal. Da la impresión de que ese “tribalismo político” fuera un hecho identitario de lo español, más importante que las distintas lenguas, culturas y costumbres del solar patrio; pues no se escapan de él ni los nacionalistas más radicales. Afortunadamente el círculo repúblico cada día ensancha su radio un poco más. La revolución de la libertad política precisa su tiempo y todo nuestro esfuerzo, sin que en tal esfuerzo se gaste un duro en intentar el arrepentimiento espontáneo de los corruptos ni la rehabilitación de la inteligencia de sus idiotas.