(Foto: Daniel García Peris) Contra los falsarios Los antiguos helenos llevaron el logos al cosmos para volverlo hacia el hombre. “Conócete a ti mismo”, predicaba Sócrates. Tal sentencia exhorta a un autocontrol personal. Y qué mejor manera de conseguirlo que sometiendo la propia conducta a unos principios desde los que operar lógicamente. Así no es extraño que la moral florezca del conocimiento, y, como éste remite a lo universal, lo que vale para uno ha de valer para todos. El pragmatismo ateniense añadió racionalidad a la vida colectiva, que se construyó sobre la participación de sus ciudadanos en condiciones de igualdad. Al fin y al cabo, cuando de defender la polis se trataba, no era la inteligencia ni el patrimonio, sino la voluntad, aquello que más contaba para mantener la posición en la falange. La formación de la infantería hoplítica se basaba en la confianza mutua, pues era el escudo del compañero el que cubría la parte diestra de tu pecho. Y no hay confianza que valga en un ambiente en el que el estatus personal depende de un poder arbitrario en vez de la valía o la fortuna. Y en caso de perturbadora duda siempre se podría anotar el nombre del fulano en la concha. La invención del derecho vino a reforzar desde fuera la previsibilidad de las conductas personales y societarias. Pero se tornaba inicuo para someter a los poderosos porque sus administradores dependían del mismo gobierno. De ahí que la división del poder en origen adquiera la categoría de imprescindible para eliminar la inquietud. Pues el criterio ético siempre exige el bien mayor, no el mal menor. Y es sabido que la estrategia maximín manda en condiciones de incertidumbre colectiva, lo que es en todos sus sentidos desmoralizante para la sociedad. Las instituciones políticas jamás escapan al principio de racionalidad. Siempre cumplen con el objetivo fundamental para el que fueron concebidas. Luego podrán realizarse ajustes o correcciones al respecto. Pero cuando el resultado de su funcionamiento es distinto del fin propio que las constituyó, solamente pueden perpetuarse en el sometimiento del discurso público a la mentira oficial en que se fundaron. Las consecuencias para la forzosa vida en común son espantosas. Tal es el caso de España, especialmente porque nunca en su historia sometió el designio colectivo a un diseño institucional racional basado en principios éticos. Copiar el modelo extranjero del Estado de partidos se ha revelado desastroso. Habida cuenta de la secular desconfianza que nos ahoga, necesitamos de uno propio y original con las más avanzadas garantías: la República Constitucional.