Cuentos de Tokio Contemplación cinematográfica Sin disponer de ese sentido del espectáculo que atesoraba Kurosawa, y que hacía que sus películas atrajeran a todo tipo de público en cualquier lugar del mundo, el cine intimista de Yasujiro Ozu tardó en ser descubierto y valorado por las miradas occidentales. “Contemplativo”, “trascendental”: así denominaron su estilo. Lo cierto es que su pureza y sencillez narrativas alcanza a presentarnos de una manera asombrosamente natural la humanidad de sus personajes. Sin artificios ni encuadres rebuscados, con una cámara casi siempre estática (sólo unos pocos y suavizados travellings) y a una altura de 90 centímetros, que es el punto de vista de una persona sobre un tatami, Ozu recogió los diálogos, captó los gestos y desnudó los sentimientos de unos seres humanos cuyo principal interés radica en su existencia como tales, más allá de la trama en que están entretejidas sus acciones. Ozu enfocó a lo largo de su obra las intrincadas relaciones familiares, el conflicto entre individuo y sociedad, y las dificultades para conciliar la tradición con las nuevas costumbres que la “occidentalización” traía consigo. En Japón, también lo monstruoso (monstruo proviene de “mostrum”, mostrar) fue un catalizador, algo que hizo aflorar el universo del átomo dividido: Godzilla fue una metáfora de la devastación nuclear, una forma de acercarse al paisaje apocalíptico de las ciudades en ruinas. Aquel gigantesco saurio representaba la bomba misma; recreaba el horror vivido y permitía revisitar la pesadilla de una realidad que, de otra manera, difícilmente hubiera podido afrontarse. Cuentos de Tokio lleva a buen término cinematográfico una sombría reflexión acerca de las crueldades y falsedades que subyacen a las apariencias sobre las que suelen sustentarse las relaciones familiares. Si el hábito constituye la “gran guía de la naturaleza humana”, lo cierto es que esa fuerza basada en creencias derivadas de pautas de conducta habitual revela su debilidad cuando Ozu deja la cámara fija sobre unos personajes que viven engañados por sus afectos y costumbres, mientras se aproximan a la muerte, con ese extraño encanto de los derrotados, que normalmente sólo se da en personas muy ancianas o en enfermos desahuciados. Respecto a la vejez o a “hacerse mayores” Oscar Wilde decía que la experiencia es el nombre con que las personas llaman a sus errores. El hecho es que el hombre, en el sentido espiritual, no llega sin más y con los años, a ninguna cosa; al revés, lo que con los años suele suceder es que siempre se va perdiendo algo: quizá lo poco de pasión e imaginación que se tenía, y también la poca interioridad de que uno era dueño, para caer sin más en una comprensión completamente trivial de la vida. En fin, si quieren saborear el sake, vean el cine de Yasujiro Ozu.