Todo partido político se define como asociación que aspira a la conquista del poder. Lenin llegó a anunciar la desaparición a aquellos partidos que pudiendo conquistarlo renunciasen a él. Si el statu quo le permite la consecución de tal objetivo, el partido es conservador por necesidad; si las instituciones vigentes suponen un obstáculo insalvable, el partido tiende a asumir posiciones rupturistas e incluso revolucionarias, que se tornarán conservadoras o reformistas no bien se perfile la posibilidad de acceder al poder sin una modificación traumática del sistema institucional. Solamente teniendo en cuenta que la democracia tiende a ser, para los partidos políticos, no una cuestión de principio sino un instrumento para la consecución del poder, cabe entender la situación, tantas veces repetida, de un contexto propicio para una ruptura institucional democrática que rápidamente es reconducida hacia posiciones reformistas o en el peor de los casos, abiertamente inmovilistas por parte de quienes antes la propugnaban. Sucedió en la llamada “Transición Española”, cuando bastó el ofrecimiento de legalización selectiva del gobierno de Adolfo Suárez a la oposición antifranquista para que inmediatamente la reforma apareciese no solo como la “única opción posible” sino también como la “mejor opción posible”: contradicción evidente que solo la caótica retórica de los líderes pudo disimular: lo mejor presupone la existencia de al menos dos posibilidades; lo único posible excluye toda otra posibilidad. Rosa Díez en campaña (foto: UPyD) La situación del llamado “gobierno bipartito” en Galicia, derrotado en las últimas elecciones, movió a dirigentes del Partido Popular a elevar las más indignadas protestas contra lo “antidemocrático” de un proceder que entregaba a la tercera fuerza política del país unas cuotas de poder en el gobierno desmedidas, a juicio de tan sesudos dirigentes: pretender que bajo un régimen parlamentario gobierne por decreto la lista electoral más votada es atribuir al parlamentarismo las reglas de juego propias de una separación de poderes inexistente, es decir, de un régimen presidencialista. Régimen que se han guardado bien de propugnar, pues ello abriría la posibilidad de una ruptura institucional que pondría en peligro el statu quo de una oligarquía en la que ellos también están integrados; ruptura cercenada de antemano. En el País Vasco, por su parte, Rosa Díez, líder de la formación UPyD, aspira a ser la “fuerza política decisiva” con un escaño en el parlamento autonómico: quiere, pues, condicionar la formación de gobierno, incurriendo exactamente en la misma tropelía de la que tantas veces han acusado a las formaciones políticas minoritarias, y señaladamente las nacionalistas o separatistas. La naturaleza de una institución antidemocrática termina por engullir y fagocitar a quienes han aceptado actuar bajo las reglas de juego por ella definidas.