Congreso de los diputados (foto: Sebúlcor) Si la adscripción de los diputados a sus respectivos partidos determina todos los actos de aquéllos, bastaría con escoger a los cinco o seis programadores del automatismo parlamentario, que es lo que de facto acaece en este régimen que confiere la inexistente soberanía popular a un Congreso de empleados de los partidos políticos.   La parsimonia con la que se acepta la docilidad de los diputados, como si fuese una propiedad innata, indica cuán resistente es la perversión que adopta el cariz del hábito o de la convención: lo lícito es atenerse al orden depravado de la disciplina de voto, lo ilícito, transgredirla. Un diputado que no siga las directrices de su partido, tiene que devolverle el escaño. No es extraño que sus ex compañeros estimen contranatural la figura de Rosa Díez.   Que los partidos quieran dejar intacta y bien engrasada la maquinaria que les proporciona beneficios y fueros sin cuento, entra en la lógica de sus intereses; viven al socaire de un régimen electoral entre cuyos fines se encuentra el de preservar sus amañadas posiciones de ventaja.   Los principales medios de representación política se transmutan en ominosos fines. Los partidos se apartan de su base social nutriente para encastillarse en un Estado que les concede el oligopolio de la propaganda y la financiación. Tan imponentes recursos les permiten reproducir, sin grandes sobresaltos, sus resultados electorales, así como disuadir a competidores advenedizos.   Si bien Robert Michels demostró la fatal ausencia de democracia en el interior de los partidos, no hay ley de hierro que valga para describir adecuadamente el servilismo que impregna el funcionamiento de los partidos estatales. Que los siervos de la disciplina partidista se autoproclamen representantes del pueblo es una delirante deslealtad. El sistema de elección proporcional con sus inherentes listas de partido se convierte en un depurado instrumento de clientelismo.   El parlamento ha vuelto a constituirse y su inanidad es asumida con resignación o burlona indiferencia. Sin embargo, en esa cámara el poder legislativo es sojuzgado; y los miembros de los partidos tienen el gracioso privilegio de llevar a su propio jefe de filas en volandas hasta la cúspide ejecutiva.

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