Al observar el panorama mediático es difícil resistirse a la nostalgia de lo completamente distinto. En su investigación parcial de la corrupción general, El País (o el Berta, como decía Polanco) cañonea las posiciones más hostiles del PP -en especial las de Esperanza Aguirre, acantonada con sus fieles en la Comunidad de Madrid- con tanto ahínco como puso El Mundo en demoler los reductos del felipismo. Ambas imposturas son complementarias, al igual que la correspondencia de los partidos del régimen. El grotesco alineamiento de los periodistas orgánicos con una u otra banda estatal ha adulterado de manera irremisible el producto que nos venden estos mercaderes de la información, que han renunciado a su autonomía mental para limitarse a reproducir las consignas transmitidas por los detentadores del poder. Muchas veces, los jefes de secta y los fundadores de partidos que más éxito han cosechado sólo se han distinguido de los demás hombres por una presunción y un amor propio desproporcionados con respecto a sus capacidades reales; eso ocurre con los prebostes de la prensa hegemónica, los Pedro Jotas y Cebrianes, a los que nada les parece más digno de respeto que las instituciones de las que viven, puesto que para ellos son un patrimonio: siempre defenderán las virtudes taumatúrgicas del consenso y del arbitraje real. Estos colaboracionistas de la oligarquía saben que la inercia bien empleada es una gran fuerza, siendo incluso las más importante de que disponen los gobiernos. Después de ser sojuzgados cuarenta años, los españoles han seguido dejándose llevar por el despotismo otros treinta, durante los cuales, dada su naturaleza intrigante, los oligarcas no habrán dejado de espiarse; pero lo "intrínsecamente perverso" es que nadie puede vigilarlos ni controlarlos adecuadamente. Los españoles no han tenido libertad política y están perdiendo la seguridad económica, pero no son los bienes materiales que les procuraría lo que deberían amar en aquélla, sino que, considerándola un bien imprescindible e incomparablemente precioso, ningún otro puede consolarles de su falta.