El incentivo científico siempre ha sido la gratitud de resolver problemas averiguando las causas ocultas de los fenómenos observables. La ciencia nunca se acaba puesto que cada descubrimiento amplía los horizontes que inducen al científico a responder con más trabajo que le acerque a la realidad de los hechos, con más ciencia. Hasta la segunda guerra mundial la mayoría de la investigación científica se realizaba al margen del Gobierno pero, por desgracia, los grandes descubrimientos durante aquellos años motivados por la guerra en el ámbito militar pusieron de manifiesto la gran importancia de los avances científicos para las naciones. A partir de entonces los gobiernos comenzaron a crear infraestructura para el desarrollo científico. Entre 1945 y la década de los 60 se dio el periodo de mayor productividad científica de la historia. Pero algo ocurrió a partir de entonces que causó la ralentización de los grandes descubrimientos, aunque no el número de publicaciones científicas: el cambio de paradigma científico; ya no se investigaba por la motivación del descubrimiento sino por el miedo, que actúa como fuente de motivación científica en sentido contrario a la gratitud, en contra de la resolución de los problemas tiende a perpetuarlos. Este hecho junto a la magnitud que habían alcanzado las instituciones científicas provocó que la empresa científica dejara de depender del talento y la singularidad de los científicos. La combinación de estos factores favoreció la creación de burocracias y dependencias políticas que otorgaban potencialmente al poder el timón de la ciencia. Aunque la ciencia nunca evoluciona de manera lineal, habiendo periodos sin grandes descubrimientos y otros de grandes avances, no es casualidad que salvo la explotación a gran escala de sus aplicaciones industriales y de consumo, hoy vivimos sobre la misma base científica que hace cincuenta años. Sociedades científicas, laboratorios de investigación, academias nacionales de las ciencias, agencias gubernamentales y hasta las universidades, son estructuras jerárquicas en las que cargos y políticas son decididos por un pequeño consejo ejecutivo o incluso por un solo individuo. Esto facilita la politización de la ciencia mediante influencia en esos cuerpos, cuyos miembros suelen no ser científicos pero se atribuyen el prestigio de la institución y de los científicos que la forman, para forzar posiciones científicas en función de ideologías o agendas políticas. La tentación de politizar la ciencia aun a riesgo, o incluso la certeza, de que ésta deje de serlo es abrumadora y viene de largo. La confianza del público en la ciencia la ha convertido en objeto de deseo de los poderosos para dar prestigio y credibilidad a sus propios objetivos y programas. Pero ni esos objetivos son científicos ni esos programas son ciencia.