Ha muerto el Señor de la Espiral: ahora vemos que era verdad que aquello que abandonamos al principio nos espera, transfigurado, al final. Los movimientos del espíritu son, en efecto, una espiral.
Muerte espiriforme (lo espiritual resuelto en geometría), la de Martín Chirino, “desangelao” por la muerte, como el Julio Romero de Ruano, con una muerte casi cordobesa, perezosa y lánguida, elástica y tibia como una de las espirales de su fragua, entre las velas funerales de los cipreses y los sustos ojipláticos de los conejos que, como en la magia, salen de las chispas ferrizas y, jugando, huyen de “Dora” y “Esteban”, los perros que le daban las horas.
Si Julio Romero vio Italia a través de una cierta Inglaterra, Chirino vio Italia a través de un cierto Nueva York (tuvo en Rockefeller su mecenas) que reprodujo, de retirada, en un desierto de Chinchón que es Morata, su Toscana de herrero, nombre del único oficio, recuerda Chesterton, que hasta los reyes respetaban.
–Julio Antonio Rodríguez Hernández, servidor y picapedrero –se presentaba el excelso Julio Antonio, víctima de la “peste blanca” (tuberculosis) en la vida, y en el arte, de la “peste repostera” (“esos energúmenos que no saben hacer más que tartas”).
Herrero: nombre hecho de hierro y de llama.
–Hasta los niños sienten oscuramente que el herrero es poético cuando se deleitan entre las chispas danzantes y los golpes ensordecedores en la caverna de esa violencia creativa.
Al herrero, el poema. No el artículo. Al herrero, el poema.
Chirino fue el señorío fino de una raza final. “¡Un gran señor capaz de plantar con sus manos cipreses!” El domingo, al insinuarse el apagón, aún preguntaba por “la política”, y se planteaba, en esta España destemplada, la abstención. En el jardín, sobre la lápida de “Dora”, hacía caminillo un caracol (triunfo de la espiral sobre la muerte). Sin Chirino, que hizo del “menos es más” su canon estético, todo vuelve a ser (más) feo.
–¡Silencio, pues! El herrero duerme.