Cervantes imaginario de De Jáuregui Castellano y español La desintegración cultural española se percibe ya para empezar en el modo en que muchos denominan a nuestra lengua común. Desconozco el origen del uso del término “castellano” para nombrar a la lengua en que ahora escribo. Pero de una cosa estoy seguro: su utilización es reforzada por el Estado de Autonomías actual. Resulta evidente que hay un trasfondo político en esta denominación, cuyo objetivo último es poner al español y otras lenguas vernáculas peninsulares en estado de igualdad. Es decir, cuyo objetivo solapado es conseguir ocultar el hecho de que en aquellas regiones donde se hablan otras lenguas aparte del español, el español o bien predomina o bien tiene el suficiente peso como para que sea imposible ignorarlo. Y, siendo la lengua común a todos los españoles, no puede colocarse en el mismo rango. Esto nada tiene que ver con el valor intrínseco de cada lengua, que de por sí es incalculable. Quienes utilizan el término “castellano” son o bien independentistas o bien gentes sorprendentemente mal informadas. Tanto unos como otros deberían recordar que esa lengua es hablada también por varios cientos de millones de latinoamericanos, quienes tomarían por absurda, incluso insultante, esta denominación, y detectarían inmediatamente su peculiar y local dimensión política. En un contexto internacional, y debido al desarrollo del español fuera de nuestra Península, se justifica la denominación “español castellano” para distinguirlo de formas coloquiales cada vez más diferenciadas en, pongamos, México, Perú, o Argentina. Pero el idioma, tanto en América Latina como aquí, es el español. Se trata del único término que engloba lo común a todos ellos, lo esencial, y por ello es imprescindible. Mas la “limpieza” lingüística de los nacionalismos peninsulares no está para reconocer semejantes obviedades. En su lugar discrimina a todos aquellos que hablan en sus territorios el español, e insufla al resto de ciudadanos desprevenidos una conveniente confusión terminológica, de origen político. Pues hablar de español es hablar de unidad de España. Y al posmodernismo le incomoda la unidad. Prefiere una alegre e inconsciente difusión de pluralidades donde la falsa tolerancia de los unos por los otros sustituye a la armonía suscitada por lo común.